El abogado y doctor en derecho Enrique Del Castillo Codes hace en este artículo un repaso a la evolución de la legislación que ha derivado en la actual Ley de Medidas de Protección Integral contra la Violencia de Género (LIVG), analizando después los aspectos controvertidos de esta ley que han sido llevados ante el Tribunal Constitucional y exponiendo la jurisprudencia que ha ido asentándose. Finalmente, hace una toma de posición. Un artículo interesante e informativo.
Aspectos penales de la Violencia de Género
Enrique Del Castillo Codes.
Abogado y Doctor en Derecho.
1.- Planteamiento.
La promulgación de la Ley Orgánica
1/2004, de 28 de diciembre y la consiguiente modificación del Código Penal, en
el que se incluyen los específicos tipos de violencia de género, ha provocado
una encendida discusión doctrinal y jurisprudencial sobre la interpretación que
debe darse a las conductas tipificadas, todas las cuales se caracterizan
porque, objetivamente, son constitutivas de simples faltas pero, al existir una
vinculación de parentesco o afectiva entre el autor y la víctima, se elevan a la
categoría de delitos. Así, los malos tratos de obra o las lesiones que no
precisan para su curación tratamiento médico o quirúrgico (art. 153), las
amenazas y coacciones leves (arts. 171.4 y 5 y 172.2, respectivamente), se refieren
a comportamientos que, considerados en abstracto, son faltas, pero que pasan a
constituir delitos en virtud de las aludidas relaciones entre el autor y la
víctima. Del mismo modo, en el art. 148 se introduce, como supuesto agravado
del delito de lesiones, el que la víctima sea o haya sido esposa o mujer que
estuviere o hubiere estado ligada al autor por análoga relación de afectividad,
aun sin convivencia.
Con la regulación actualmente vigente,
introducida por la mencionada Ley Orgánica 1/2004, se constata un trato
diferenciador en función de que el sujeto activo sea hombre o mujer, que varía
según los distintos tipos penales. En lo que respecta a los malos tratos de
obra o lesiones leves, así como a las amenazas leves, la diferencia reside en
la duración de la pena, pues tanto si el sujeto activo es un hombre como si lo
es una mujer, la conducta constituye delito, si bien, en caso de que el autor
sea un hombre el marco penal oscila entre seis meses y un año de prisión o
trabajos en beneficio de la comunidad de treinta y uno a ochenta días (arts.
153.1 y 171.4), mientras que si el sujeto activo es la mujer, entonces la pena
de prisión sería de tres meses a un año siendo idéntica la de trabajos en
beneficio de la comunidad (arte 153.2 y
171.5). En tales casos, la discriminación que se hace respecto del hombre es
ciertamente escasa, por cuanto la diferencia radica en el “quantum” de la pena
privativa de libertad, siendo por lo demás mínima y, en todo caso, pudiendo optarse
por la de trabajos en beneficio de la comunidad que, como se ha visto, es por completo
coincidente.
Más reparos suscita, en cambio, la
regulación de las coacciones leves y el supuesto agravado de las lesiones
constitutivas de delito. En el primer caso, el art. 172.2 sanciona con las
penas antes citadas al varón que, de modo leve, “coaccione a quien sea o haya
sido su esposa, o mujer que esté o haya estado ligada a él por una análoga
relación de afectividad, aun sin convivencia”, pero, a diferencia de lo que
sucedía para los malos tratos de obra, lesiones y amenazas leves, no se
contempla una previsión para el caso de que sea la mujer la que coaccione
livianamente a su pareja masculina, con lo cual dicha conducta seguirá
constituyendo una simple falta del art. 620.2 CP, evidenciándose en este caso
un patente trato discriminatorio por cuanto, una misma conducta, será delito si
la comete un hombre y falta si la protagoniza una mujer.
Por otro lado y en lo que respecta a las
lesiones constitutivas de delito, es decir, las que precisan para su curación
de tratamiento médico o quirúrgico (art. 147 CP), ya se indicó antes que el
apartado 4º del art. 148 agrava considerablemente la pena del tipo básico (2 a
5 años de prisión) cuando la víctima de tales lesiones “fuere o hubiere sido
esposa, o mujer que estuviere o hubiere estado ligada al autor por una análoga
relación de afectividad, aun sin convivencia”, no previéndose tampoco la
situación opuesta, es decir, cuando el autor sea la mujer y la víctima el
hombre, en cuyo caso no será apreciable el referido supuesto agravatorio, con
lo cual la mujer será sancionada conforme al tipo básico del art. 147 CP, cuyo
marco penal es sensiblemente menor aunque, también hay que decirlo, la citada
agravación es facultativa tal y como se desprende del tenor del mencionado
precepto, que utiliza el verbo “podrá”, y ello en función tanto del riesgo
creado como del resultado producido, lo que determina que la aludida
agravación, cuando el autor es el hombre y la víctima su pareja femenina, no se
aplicará de forma automática.
Finalmente, el art. 173.2 CP, en el que
se sanciona el maltrato habitual, no hace discriminación, por lo que autor del
mismo puede ser tanto el hombre como la mujer, no estableciéndose diferencia
penológica alguna, con lo cual tanto uno como otro, en caso de cometer la
conducta en el referido tipo sancionada, recibirán la misma respuesta penal.
En definitiva y conforme a lo expuesto,
de la regulación global que del fenómeno de la violencia de género se realiza
en nuestro ordenamiento penal, se evidencian ciertas diferencias en función del
sexo del sujeto activo y víctima, lo que ha planteado dudas de
constitucionalidad sobre ello, en concreto, si dichas previsiones legales son
compatibles con ciertos derechos fundamentales que consagra nuestra
Constitución, tales como el de igualdad, culpabilidad o presunción de
inocencia. A tratar de clarificar estas dudas se dedica el presente trabajo en
el que, asimismo y en íntima relación con ello, se analizarán los supuestos
–nada infrecuentes- en que la conducta agresiva es bidireccional, es decir, se
produce una agresión recíproca entre el hombre y la mujer, así como el
tratamiento penal que deben merecer tales supuestos. Sin embargo y con el fin de
lograr una mayor claridad expositiva, conviene ante todo hacer un repaso
histórico sobre el tratamiento que en nuestro Derecho Penal codificado ha
tenido el fenómeno de la violencia familiar.
2.- Evolución legislativa.
La respuesta penal respecto a situaciones
en las que los sujetos intervinientes se encuentran ligados por razones de
parentesco ha variado en función de las concepciones ético-sociales
predominantes a lo largo de la historia, que son las que orientan al legislador
para seleccionar aquéllas conductas penalmente intolerables. Como acertadamente
declara CEREZO MIR, “las concepciones ético-sociales son cambiantes a lo largo
de la historia y ello explica la diversa regulación de algunas figuras
delictivas”[1].
Ello es evidente en nuestra legislación
penal. Así, remontándonos al Código Penal de 1944, la situación de la mujer era
claramente discriminatoria, en sentido negativo, con respecto al hombre, quien
tenía unos privilegios legales en algunos casos desmedidos. Así, en el caso del
adulterio, tipificado como delito en el art. 449 del CP 1944 (como igualmente
lo estuvo en los precedentes Códigos de 1822, 1848 y 1870, quedando, en cambio,
despenalizado, en el de 1932), el mismo sólo podía cometerlo “la mujer casada
que yace con varón que no sea su marido, y el que yace con ella sabiendo que es
casada”. De este modo, la esposa que mantenía relaciones sexuales
extramatrimoniales cometía, en todo caso, este delito, mientras que el marido
sólo podía ser sujeto activo cuando dichas relaciones las mantuviera con una
mujer, también casada, porque si fuese soltera o viuda, entonces la conducta
sería atípica, pudiendo ser sancionado tan solo por delito de amancebamiento
(art. 452), siempre que tal conducta la realizara “en la casa conyugal, o notoriamente
fuera de ella”. El trato discriminatorio a favor del hombre era, pues, evidente[2],
en tanto la posibilidad de cometer adulterio quedaba limitada a los casos en
los que la mujer con la que mantenía las relaciones sexuales estuviese también
casada, y respecto a la posibilidad de ser condenado por amancebamiento, ello
precisaba que la conducta se realizara, bien en el hogar conyugal, o bien fuera
del mismo pero siempre que fuese notorio, por lo que las relaciones
extramatrimoniales mantenidas de modo discreto y a extramuros del hogar
conyugal eran atípicas.
Por otra parte, mientras el adulterio
precisaba que se hubiera mantenido una sola relación sexual, el amancebamiento
requeriría una permanencia en las relaciones sexuales del varón casado con
mujer extraña[3], por lo que
los contactos sexuales esporádicos que el esposo mantuviera con diversas
mujeres quedaba igualmente fuera de la órbita penal.
Pero mucho más llamativa era la previsión
contenida en el art. 428 del citado CP, en virtud del cual, cuando el marido
sorprendiere en adulterio a su mujer y matara en el acto a los adúlteros o a
alguno de ellos, o les causara lesiones graves, quedaba sometido a la pena de
destierro, mientras que si las lesiones fuesen de otro tipo quedaba exento de
pena, lo que era extensible a los padres respecto de sus hijas menores de
veintitrés años y sus corruptores, siempre que aquéllas vivieren en la casa
paterna. Esta circunstancia, que permitía al hombre matar o lesionar a su esposa
o hija menor de veintitrés años, así como al varón que con ellas estuviese
manteniendo relaciones sexuales, suponía una auténtica excusa absolutoria o
semiabsolutoria[4], en tanto
eximía por completo de pena cuando se tratara de lesiones menos graves, y
conminaba con pena de destierro el homicidio o asesinato de aquéllas, conductas
que, en condiciones normales, estaban sancionadas con penas que oscilaban entre
los doce años de prisión y la muerte.
Si bien el tipo exigía que la respuesta
agresiva del marido se produjera en el acto, habiendo cuidado la jurisprudencia
de incidir en este aspecto[5],
el precepto era totalmente criticable por su objetividad, ya que venía a
otorgar una especie de patente de corso al marido que sorprendía a su mujer en
adulterio, haciendo abstracción de las concretas circunstancias anímicas y
personales del esposo ofendido. La referida excusa absolutoria o
semiabsolutoria podría justificarse en la obnubilación y alteración mental que
puede sufrir quien sorprende a su esposa yaciendo con otro, pero dichas
circunstancias tendrán que ser probadas no pudiéndolas presumir, iuris et de
iure, el legislador. Al respecto, QUINTANO RIPOLLÉS escribía que tal y como
estaba redactado el precepto, el mismo venía a establecer "más que una excusa
una verdadera potestas necandi inaceptable. El Derecho penal no
debe operar a base de presunciones. Por muy fuerte que sea la de que el padre o
el marido que se halle en la trágica situación a que el artículo alude, pierda
por ella su capacidad de discernimiento, esta apreciación debe hacerla el Juez
y no la Ley. Habrá casos, la mayoría si se quiere, en que así sea, pero no
están descartados otros, en los que, por las razones que fueren, el agente
ejercita fríamente un derecho que la Ley, imprudentemente, le otorga"[6].
Esta regulación que, como ya hemos indicado en varias ocasiones,
responde a una concepción ético-social claramente patriarcal, propia de la
época, que considera a la mujer con menos derechos que el hombre, va evolucionando
progresivamente en el sentido de superar esta situación. De este modo, el
referido art. 428 desaparece del texto punitivo mediante la reforma operada por
Decreto 691/1963, de 28 de marzo, mientras que los delitos de adulterio y
amancebamiento quedaron expulsados de la órbita penal por el Código Penal de
1973.
En 1978 se promulga la Constitución
Española, en cuyo art. 14 se proclama, como derecho fundamental, el de la
igualdad de todos ante la Ley sin que puedan establecerse diferencias por razón
de sexo y, por su parte, también con el rango de fundamental, se establecía el
derecho a la dignidad humana en el art. 15. De acuerdo con esta orientación, la
reforma parcial y urgente del Código Penal introducida por la Ley Orgánica
8/1983, de 25 de junio, eliminaba la circunstancia agravante de desprecio de
sexo, contenida en el art. 10.16º del anterior texto punitivo.
De esto modo y desde la óptica
jurídico-penal, se vislumbra una intención de equiparar al hombre y a la mujer
en concordancia con el mandato constitucional, si bien, al mismo tiempo, el
legislador no pierde de vista la necesidad de garantizar penalmente la
protección de los miembros de la familia. Dicho con otras palabras, se procede
a una eliminación de las desigualdades en el seno de la pareja, con claros
privilegios para el marido, pero se persiste en el intento de disponer de
medios legales que impidan las agresiones en el núcleo familiar sin especial
atención a la esposa.
La primera manifestación de esta
tendencia la encontramos en la reforma del Código Penal que trajo consigo la
Ley Orgánica 3/1989, de 21 de junio, en virtud de la cual se incluyó como
delito, en el art. 425, la violencia habitual en el ámbito familiar, y en el
que se sancionaba al que “habitualmente, y con cualquier fin, ejerza violencia
física sobre su cónyuge o persona a la que estuviese unido por análoga relación
de afectividad, así como sobre los hijos sujetos a la patria potestad, o
pupilo, menor o incapaz sometido a su tutela o guarda de hecho”.
El referido tipo penal venía a sancionar,
pues, la violencia física habitual en el ámbito familiar, sin efectuar
discriminación alguna respecto del sujeto activo, que podía ser cualquiera de
los esposos o progenitores, y que tenía como finalidad impedir conductas
violentas habituales idóneas para afectar a la paz y armonía familiares. A
pesar de que dicho precepto se incluye dentro de los delitos contra la
integridad física, la redacción no exige que, como consecuencia de la conducta,
se cause un concreto resultado lesivo, por lo que a pesar de lo que a primera
vista pudiera deducirse, el bien jurídico protegido no parece ser la incolumidad
física de la víctima sino más bien su integridad moral, su dignidad, entendidas
como el derecho a no ser sometida a trato inhumano o degradante[7].
El referido tipo penal tuvo una escasa aplicación práctica por parte de los
tribunales, lo que es achacado a variadas razones, tales como la omisión a la
violencia psíquica (tan frecuente en este tipo de comportamientos), la
exclusión entre el círculo de sujetos protegidos a los no convivientes que, a
pesar de ello, pueden encontrarse en situación de riesgo como sucede en los
casos de ruptura conyugal o, en fin, por la indeterminación del criterio de la
habitualidad[8].
Con la promulgación del CP 1995 actualmente
vigente, el citado tipo de violencia familiar habitual se mantuvo, en lo
sustancial, en el art. 153, también entre los delitos de lesiones. Las
diferencias con respecto a la anterior regulación residen, por un lado, en la
pena, que se agrava considerablemente, por cuanto en la anterior regulación el
marco penal oscilaba entre un mes y un día y seis meses (el antiguo arresto
mayor), mientras que en la nueva pasa de seis meses a tres años de prisión. Y,
por otra parte, se amplía el ámbito de protección, en tanto se incluyen los
actos de violencia ejercidos contra sus hijos por los padres privados de la
patria potestad así como sobre los hijos del cónyuge o conviviente y sobre los
ascendientes. Se añade, también como novedad, en los casos de relaciones de afectividad
análogas a las maritales el que las mismas sean “estables”, lo que hizo surgir
la duda acerca de si es precisa la convivencia. Al respecto y pese a algunas
opiniones doctrinales a favor de esta opción[9],
estimo que la estabilidad exigida por el precepto no requería, de modo
necesario, convivencia, pues una consolidada relación de noviazgo aun sin
convivencia colmaría las exigencias de estabilidad, no debiéndose olvidar que
pese a su ubicación sistemática entre los delitos de lesiones, el bien jurídico
protegido en el mencionado precepto es la integridad moral, la cual puede ser
plenamente lesionada cuando, aun no existiendo convivencia, se constate una
sólida relación afectiva.
El citado precepto fue modificado por la
Ley Orgánica 14/1999, de 9 de junio, en el sentido de extender el ámbito de
protección no sólo a las personas con las que el autor se encuentre, en el
momento de los hechos, vinculado por relación de parentesco o afectividad, sino
también cuando dicha relación se haya extinguido. Asimismo, se incluyó, junto a
la violencia física, la psíquica, y
se establecieron los criterios para determinar cuándo debe apreciarse la
habitualidad, consistentes en el número de actos de violencia que resulten
acreditados y la proximidad temporal entre ellos, independientemente de que
dicha violencia se haya ejercido sobre la misma o diferentes víctimas y de que
los actos de violencia hayan sido o no objeto de enjuiciamiento en procesos
anteriores. La eliminación del requisito de la convivencia, llevada a cabo por
la citada reforma “pone claramente de manifiesto que el interés protegido en
este delito no podía ser la paz familiar o del hogar, sino que lo que se
afectaba era algo ajeno a la lógica de la convivencia y sin embargo presente en
las relaciones de afectividad, aspecto éste que parecía apuntar hacia la
integridad moral o dignidad de determinadas personas próximas al círculo del
autor”[10].
Un salto cualitativo en el citado
panorama normativo lo imprimió, sin duda, la Ley Orgánica 11/2003, de 29 de
septiembre, a través de la cual se introduce una regulación novedosa sobre la
materia. En primer lugar, el tipo de maltrato habitual en el ámbito familiar
pasa al art. 173.2, dentro de los delitos contra la integridad moral, siguiendo
así la concepción antes aludida, defendida por amplios sectores de la doctrina
y la jurisprudencia, que estiman que el bien jurídico protegido por el referido
tipo penal, introducido por vez primera en 1989, no es la integridad física de
los miembros de la familia sino la integridad moral, la dignidad, que se ven
afectadas por comportamientos reiterados de maltrato que perturban la paz y
tranquilidad que deben regir en el ámbito familiar, sin perjuicio de que, en
caso de que a consecuencia de tales conductas se produzcan concretos resultados
lesivos, éstos se castiguen de forma separada en régimen concursal.
Además, el precepto amplía de modo
considerable el círculo de sujetos pasivos, abarcando no solo al cónyuge o
pareja (actuales o pasados) sino también a los hermanos, a las personas
amparadas en cualquier otra relación por la que se encuentre integrada en el
núcleo de la convivencia familiar y, finalmente, personas que por su especial
vulnerabilidad se encuentran sometidas a custodia o guarda en centros públicos
o privados. Por último, se despejan las dudas antes apuntadas sobre la
necesidad de que existe convivencia, al eliminar expresamente dicho requisito.
El otro aspecto novedoso que introduce la
reforma es la inclusión, dentro del art. 153 CP, del maltrato ocasional y los
menoscabos corporales o psíquicos no requirentes de tratamiento médico o
quirúrgico, cuando tales conductas se proyecten sobre alguna de las personas
enumeradas en el art. 173.2 CP, elevándose con ello a la categoría de delito lo
que, objetivamente, son conductas constitutivas de falta, cuando exista
relación de parentesco o afectiva entre el sujeto activo y pasivo. Sin embargo,
el citado precepto no hace distinción sobre los autores, conminando con la
misma pena independientemente del sexo de aquéllos, con lo cual la agresión de
un hombre a su pareja femenina venía amenazada con la misma pena que a la
inversa.
En consecuencia, se puede afirmar que el
espíritu que movió la reforma introducida por la mencionada Ley Orgánica 11/2003,
no era otro que ampliar la protección de los miembros del núcleo familiar y
prevenir la violencia en el mismo, no vislumbrándose por el contrario intención
de proteger en mayor medida a la mujer[11],
y de hecho, en su Exposición de Motivos justifica la reforma en la necesidad de
atajar las conductas violentas que se produzcan en el ámbito doméstico, sin
referencia alguna a los supuestos en los que la víctima sea del sexo femenino[12].
Como puede comprobarse fácilmente, este
periplo legislativo que se inicia con la reforma de 1989 no contempla el
fenómeno de la violencia contra las mujeres como un problema de primer orden,
pues las distintas reformas tienden a otorgar especial protección a los
integrantes de la familia, sin especial referencia a las mujeres, de manera que
para el legislador el primordial problema a atajar es la llamada “violencia
doméstica”, es decir, la que se comete en el seno familiar, y en la que la
mujer aparece al mismo nivel que otros miembros, como posible sujeto pasivo,
evidenciándose de este modo una cierta falta de sensibilidad por parte del
legislador hacia el fenómeno, evidente por otra parte, de la violencia contra
las mujeres[13].
3.- La Ley Orgánica 1/2004, de 28 de
diciembre
3.1.-
Consideraciones generales
La situación descrita experimenta un giro radical con la
entrada en vigor de la Ley Orgánica 1/2004, de 28 de diciembre, de Medidas de
Protección Integral contra la Violencia de Género, a través de la cual se
introducen, entre otros aspectos, modificaciones de cierta relevancia en el
Código Penal. La referida Ley, al menos en apariencia, hace una decidida
apuesta por la protección de la mujer frente a las agresiones provenientes del
hombre que sea, o haya sido, su cónyuge o pareja, y así lo declara de forma expresa
el art. 1.1, en virtud del cual la citada Ley “tiene por objeto actuar contra la
violencia que, como manifestación de la discriminación, la situación de
desigualdad y las relaciones de poder de los hombres sobre las mujeres, se
ejerce sobre éstas por parte de quienes sean o hayan sido sus cónyuges o de
quienes estén o hayan estado ligados a ellas por relaciones similares de
afectividad, aun sin convivencia”. De esta forma, el legislador viene a otorgar
rango normativo a la denominada “violencia de género”, con carácter unidireccional
del hombre hacia la mujer al mismo tiempo que, de forma diferenciada, contempla
la “violencia doméstica”, entendida como las restantes agresiones en el núcleo
familiar que ya regulaba el art. 153 CP, según la redacción dada por la antes
citada Ley Orgánica 11/2003, de 29 de septiembre, que se mantuvo incólume
dentro del apartado segundo del mencionado precepto.
La citada Ley 1/2004, de 28 de diciembre,
como integral que se define, regula los diferentes aspectos que conciernen a la
violencia de género, incluyendo previsiones de tutela institucional y social
para las mujeres víctimas, creación de órganos judiciales específicos para
dichas agresiones, denominados Juzgados de Violencia sobre la Mujer, y
estableciendo asimismo una tutela penal, a través de la cual se incluyen
modificaciones y aspectos novedosos en el Código Penal respecto a tales
comportamientos.
Una contemplación global de la Ley nos
lleva a poder afirmar que la misma nace con vocación de proteger, exclusivamente
a las mujeres, en relación con las agresiones sufridas por los hombres, y como
se ha visto así lo proclama de modo explícito el art. 1.1. Sin embargo y en lo
que concierne a la tutela penal, las novedades no resultan especialmente
relevantes y, frente a lo que a primera vista pudiera parecer, en términos
generales y con las matizaciones que a continuación se verán, no implican un
trato sustancialmente diferenciador con los hombres, hasta el punto de poder
afectar al derecho a la igualdad constitucionalmente proclamado.
Como ya se indicó al principio la citada
Ley se refiere, por un lado, a los malos tratos de obra y lesiones leves, así
como a las amenazas, también leves, en los arts. 153 y 171.4 y 5 CP. En ambos
supuestos, la realización de tales conductas será, en todo caso, constitutiva
de delito, con independencia de que el sujeto activo sea hombre o mujer,
estribando la diferencia, únicamente, en el aspecto penológico, de manera que
cuando el sujeto activo sea un hombre y la víctima una mujer, la pena será de
seis meses a un año de prisión o trabajos en beneficio de la comunidad de
treinta y uno a ochenta días, mientras que si es la mujer la que agrede al
hombre, lo único que varía es la pena de prisión, cuyo marco queda establecido
entre tres meses y un año, siendo idéntica la pena de trabajos comunitarios
prevista. Aunque, ciertamente, existe un trato diferencial, toda vez que la
pena mínima establecida para el hombre es tres meses mayor que para la mujer,
este desajuste no me parece suficiente para poder afirmar que se vulnere el
principio de igualdad pues, tanto en un caso como en otro, la conducta es
constitutiva de delito[14].
Distintamente, sí se aprecia un agravio comparativo en lo que toca a la elevación
a delito de las coacciones leves y al supuesto agravado de las lesiones, pues
en ambos supuestos solo se aplican al varón y no a la mujer, lo que sí pudiera
plantear dudas de constitucionalidad, y a analizar esta cuestión dedicamos el
siguiente epígrafe.
No obstante, antes de entrar a contemplar
los supuestos concretos y su compatibilidad con los mandatos constitucionales,
conviene destacar algunos otros aspectos que denotan la insuficiencia de la Ley
en cuanto a tutela penal se refiere. Como se ha dicho en varias ocasiones, las
novedades que se introducen en materia penal se circunscriben a las lesiones
leves, malos tratos, amenazas y coacciones, y ya en este aspecto llama la atención
que no se hayan incluido otros ámbitos en los que, con frecuencia, la mujer
sufre la violencia de su esposo o compañero como sucede, por ejemplo, en los
casos de agresiones sexuales en el matrimonio o en las relaciones de pareja[15].
Esta omisión sorprende porque la propia Ley, en su art. 1,3º, incluye
expresamente, como contenido de la violencia de género, las agresiones a la
libertad sexual que, sin embargo, no experimentan modificación alguna. En este
sentido, el art. 180.4º CP agrava de forma notoria la pena de las agresiones
sexuales, imponiéndola en su grado superior, cuando el responsable se haya
prevalido de una relación de parentesco, por ser ascendiente, descendiente o
hermano –por naturaleza o adopción-, o afines, con la víctima, no incluyéndose
la relación marital. Por tanto, a una violación cometida en el matrimonio lo
único que se le podría aplicar sería la circunstancia agravante genérica de
parentesco, prevista en el art. 23 CP, con un alcance mucho más limitado que la
agravación específica, prevista en el art. 180 para supuestos similares[16].
Tampoco se contemplan otras formas de
ataque en las que las víctimas son mujeres, como sucede en la provocación de un
aborto sin el consentimiento de la embarazada, el acoso sexual en el lugar de
trabajo o la explotación y tráfico de mujeres[17].
En definitiva, se puede ver cómo pese a la aparente pretensión de la Ley por
lograr una tutela integral de la mujer, en lo que respecta a la vertiente penal
no resulta aventurado afirmar que se queda corta, porque se ciñe a los
supuestos de menor gravedad[18]
y, por el contrario, margina otras formas de ataque de mucha mayor envergadura
que, además, suponen un atentado flagrante contra la dignidad de las víctimas.
En este punto, se ha apuntado que nuestra
legislación no ha seguido las pautas establecidas en el ámbito internacional
acerca de la definición de violencia de género, que abarca las agresiones a
cualquier mujer sin necesidad de que exista vínculo afectivo con el autor, lo
que podría dar a entender que el legislador patrio ha considerado que sólo la
violencia que se proyecta contra la mujer que es o ha sido pareja del agresor
merece especial atención y no, en cambio, otras manifestaciones violentas
contra las mujeres en las que está ausente dicho vínculo[19].
Esta decisión no resulta suscribible, puesto que las actuaciones violentas
contra las mujeres que no forman parte del círculo familiar o afectivo de los
agresores son muy frecuentes y, por lo general, revisten una gravedad objetiva
mayor que las conductas tipificadas en la Ley 1/2004.
3.2.-
Posible afectación al derecho a la igualdad
Entrando ya a verificar la compatibilidad de la regulación
introducida por la Ley 1/2004 con el concreto derecho a la igualdad conviene
destacar que, como con acierto se ha puesto de relieve[20],
el Derecho Penal no tiene como finalidad establecer una serie de prestaciones a
favor de la comunidad sino, exclusivamente, arbitrar los medios más eficaces
para evitar conductas que puedan lesionar o poner en peligro bienes jurídicos
lo que determina que, en ocasiones, la protección tenga que intensificarse
respecto de ciertas víctimas especialmente vulnerables, y ello, agravando
determinados comportamientos cuando los mismos se proyectan sobre aquéllas, sin
que en virtud de tal proceder se resienta el derecho fundamental a la igualdad
constitucionalmente proclamado. En consecuencia no parece que, a priori, la
diferencia de penalidad prevista para los hombres y las mujeres pueda implicar
una lesión al citado derecho, sin perjuicio de que pueda violentar otros.
Sin embargo, entrando ya a valorar las concretas
previsiones típicas introducidas y su compatibilidad con la Constitución, la
entrada en vigor de la Ley 1/2004 provocó un auténtico aluvión de cuestiones de
inconstitucionalidad, planteadas por diversos juzgados de lo penal respecto de
los preceptos del Código Penal introducidos en virtud de la citada normativa,
en concreto, los malos tratos ocasionales (art. 153), las amenazas leves (art.
171.4), las coacciones (art. 172.2) y, por último, el tipo agravado de las
lesiones (art. 148.4).
La primera de las cuestiones resueltas se
refería al art. 153 CP en el que, ya se ha visto, se tipifican como delito
conductas consistentes en maltrato ocasional o lesiones que no precisan para su
sanidad tratamiento médico o quirúrgico, con independencia de que las mismas
las protagonice un hombre o una mujer, pero para el primero se prevé una pena de
prisión ligeramente superior, siendo, en cambio, la misma, la pena de trabajos
en beneficio de la comunidad prevista como alternativa a la primera. Todas las
referidas cuestiones fueron rechazadas por el Tribunal Constitucional que, en
su Sentencia 59/2008, de 14 de mayo, que será analizada a continuación, declaró
compatible el citado precepto con los derechos fundamentales reconocidos en la
Carta Magna y a la que siguieron otras[21]
en las que se volvió a confirmar la constitucionalidad del precepto reiterando
los argumentos contenidos en ella.
En la aludida Sentencia 59/2008, de 14 de
mayo, dictada en Pleno, que viene a resolver por vez primera la cuestión de inconstitucionalidad,
planteada por el Juzgado de lo Penal nº4 de Murcia, la mayoría del Tribunal
estimó compatible la previsión contenida en el art. 153 con los derechos a la
igualdad y a la presunción de inocencia, así como a la dignidad. La línea discursiva
gira, de forma reiterada y un tanto redundante, en la consideración de que las
conductas agresivas del hombre sobre la mujer que es, o ha sido, su esposa o
pareja ligada por análoga relación de afectividad, merecen un reproche mayor en
tanto se insertan dentro de una pauta cultural arraigada de desigualdad. Así lo
anticipa en el Fundamento Jurídico 7º, cuando declara que el sexo de los
sujetos activo y pasivo no es el factor determinante de ese trato diferenciado,
sino que los citados comportamientos llevados a cabo por el varón “no son otra
cosa, como a continuación se razonará, que el trasunto de una desigualdad en el
ámbito de las relaciones de pareja de gravísimas consecuencias para quien de un
modo constitucionalmente intolerable ostenta una posición subordinada”.
De este modo, la mayoría del Pleno parte
de una premisa claramente generalizadora, como es que las conductas agresivas
que un hombre puede tener con respecto a su pareja o ex–pareja femenina se
insertan, de modo necesario, en un contexto culturalmente arraigado de
dominación lo cual, por sí solo, justificaría ese trato punitivo diferenciador.
Esta idea se expresa, con nitidez, en el Fundamento Jurídico 9º, cuando afirma
que “las agresiones del varón hacia la mujer que es o fue su pareja afectiva
tienen una gravedad mayor que cualesquiera otras en el mismo ámbito relacional
porque corresponden a un arraigado tipo de violencia que es manifestación
de la discriminación, la situación de desigualdad y las relaciones de poder de
los hombres sobre las mujeres”, y por tanto –agrega-, “no es el sexo en
sí de los sujetos activo y pasivo lo que el legislador toma en consideración
con efectos agravatorios sino –una vez más importa resaltarlo- el carácter
especialmente lesivo de ciertos hechos a partir del ámbito relacional en el que
se producen y del significado objetivo que adquieren como manifestación de una
grave y arraigada desigualdad”, argumentos que vuelve a reiterar más adelante[22].
Las precedentes premisas en los que se
basa la decisión de la mayoría parecen abocar a una conclusión segura, y es que
la superior gravedad de la conducta del varón con respecto a la de la mujer,
prevista en el precepto cuestionado, se justifica en que tales comportamientos
se insertan en una concepción secular de dominio de los hombres sobre las
mujeres, por lo que la agravación tendrá que ser aplicada en todos los casos
con independencia de las concretas circunstancias que, en el supuesto
particular enjuiciado, hayan concurrido. Sin embargo, no es esa la interpretación
que de la sentencia se hace por algunos de los magistrados disidentes.
En efecto, fueron cuatro los votos
particulares que se formularon contra la decisión de la mayoría, y de su
lectura se pone de manifiesto cierta discrepancia en torno a la interpretación
que deba darse. Así, el Magistrado Vicente Conde Martín de Hijas, estima que la
sentencia parte de que las conductas previstas en el apartado 1º del art. 153
(es decir, las agresiones del varón sobre la mujer) tienen un mayor desvalor
que las del apartado 2º, y rechaza los fundamentos que sirven de base a dicha
afirmación, entendiendo que a través de ellos “late en el fondo una superada
concepción de la mujer como sexo débil (…) que no considero adecuada a las
concepciones hoy vigentes sobre la posición de la mujer ante el Derecho y ante
la sociedad. El factor de la muy desigual frecuencia de las agresiones
producidas por individuos de uno y otro sexo es simplemente de índole numérica,
y no cabe, a mi juicio, convertir un factor numérico en categoría axiológica”.
Abundando sobre tal razonamiento, más adelante advierte de que tomando como
criterio de agravación objetiva la mencionada pauta cultural, ello “supone el
riesgo de caer en una culpabilización colectiva de los varones, pues en rigor,
si la conducta individual no se valora en los elementos de su propia
individualidad en el plano de la culpa, sino en cuanto trasunto de un fenómeno
colectivo, la sombra de la culpa colectiva aparece bastante próxima”.
En parecidos términos se pronuncia el
Magistrado, también discrepante, Jorge Rodríguez Zapata, quien pese a admitir
que la Sentencia pudiera estar dando cabida a la posibilidad de interpretar el
citado precepto en cada caso particular, sin embargo su impresión es que dicha
conclusión no se corresponde con la realidad, cuando afirma que para la mayoría
“no es el Juez quien en cada caso debe apreciar el desvalor o constatar la
lesividad de la conducta, sino que es el legislador quien lo ha hecho ya”, de
manera que “para la Sentencia, aunque formalmente lo niegue, el autor del
referido delito debe ser sancionado con arreglo al plus de culpa derivado de la
situación discriminatoria creada por las generaciones de varones que le
precedieron, como si portara consigo un pecado original del que
no pudiera desprenderse, aun cuando la agresión que cometió obedezca a motivos
distintos o aunque su concreta relación de pareja no se ajuste al patrón
sexista que se trata de erradicar”.
Culmina su razonamiento el citado
Magistrado, afirmando que esta concepción “resulta contraria al art. 10.1 de la
Constitución, que consagra la dignidad de la persona como uno de los
fundamentos de nuestro sistema constitucional (…) No en vano todas las reformas
penales realizadas desde la década de los años ochenta han procurado la
apertura de los tipos penales a modalidades de comisión en las que el sexo de
los sujetos no fuera relevante. Así, desde la reforma penal de la Ley Orgánica
8/1983, de 25 de junio, no existe la agravante de desprecio de sexo , justificándose su eliminación
durante los debates parlamentarios de abril de 1983 en la necesidad de acabar con el mito de la debilidad de la mujer porque hombres y
mujeres nacen y viven radicalmente iguales en derechos, como proclama el art.
14 de nuestra Constitución y, como creo, es norma esencial –diría que de orden público- en
cualquier ámbito de nuestro ordenamiento jurídico”[23].
Como puede verse, las citadas opiniones
discrepantes reprochan a la Sentencia de la mayoría el que admita, sin objeción
alguna, una respuesta penal más severa al varón por el solo hecho de serlo, y
ello en base a que tal conducta se insertaría en unos parámetros culturales de
dominación. Sin embargo, no parece ser ésta la interpretación que los otros dos
magistrados disidentes hacen de la sentencia, pues de sus votos particulares se
deduce que, en su opinión, la mayoría rechaza la aplicación automática del art.
153.1 CP a los varones, debiendo por el contrario valorarse en cada caso si la
agresión ha sido la manifestación de una situación de dominio.
De este modo, el Magistrado Javier
Delgado Barrio considera que la Sentencia realiza una interpretación
“sistemática y finalista del art. 153.1 CP”, declarando que el mayor desvalor
de las agresiones que provienen de los varones y se proyectan sobre sus parejas
femeninas se justificaría en que las mismas “corresponden a un arraigado tipo
de violencia que es manifestación de la discriminación, de la situación de
desigualdad y de las relaciones de poder de los hombres sobre las mujeres”
(Fundamento Jurídico 9º a, de la Sentencia). De tal aserto, el citado
Magistrado disidente deduce que “cuando no concurra esa situación de
discriminación, desigualdad o relación de poder, que es la justificación
constitucional del precepto, éste devendrá inaplicable” y que, en consecuencia,
“la Sentencia implícitamente está declarando la inconstitucionalidad del
precepto cuestionado en la interpretación que se atiene a la pura literalidad
de su texto sin más”. Sentando lo anterior, el reproche que el citado
Magistrado lanza a la decisión de la mayoría de sus compañeros es que la
Sentencia, como interpretativa que es, debió especificar en el Fallo que el
precepto cuestionado sólo sería aplicable cuando la conducta violenta se haya ejecutado
en virtud de una situación de dominación. Prácticamente en los mismos términos
se expresó el Magistrado Ramón Rodríguez Arribas, que coincidiendo con el
anterior en los términos expuestos, declaró que debió hacerse una Sentencia
interpretativa que expresara en el fallo los supuestos en que sería de aplicación
el precepto examinado[24].
En suma, estos dos últimos Magistrados
estiman que la Sentencia de la mayoría, aun de modo implícito, reconoce la
inconstitucionalidad del precepto tal y como se encuentra redactado, es decir,
abarcando de forma automática dentro de su ámbito todas las agresiones del
varón contra su pareja femenina, con independencia de los motivos y concretas
circunstancias concurrentes. Sin embargo, le objetan el que no haya incorporado
expresamente los criterios de interpretación adecuados.
3.3.-
Toma de posición
Una
vez expuesto el parecer de la mayoría y de los votos discrepantes, es el
momento de ofrecer mi particular apreciación, y al respecto considero que, en relación
con los dos últimos votos particulares analizados, no es ésa la lectura que
debe hacerse de la Sentencia de la mayoría, pues como antes se ha indicado, la
misma viene a justificar la mayor gravedad de las conductas del varón por su
inserción en una pauta cultural de dominación sobre las mujeres, con lo cual se
está aludiendo a un criterio generalizador que, haciendo total abstracción de
las concretas circunstancias concurrentes, determina que en todos los casos en
que un hombre agrede a quien es o fue su pareja femenina, debe sufrir una
respuesta penal de mayor contundencia.
A diferencia de lo que se declara en los dos votos particulares
examinados, no se atisba en la decisión de la mayoría intención de efectuar una
interpretación del art. 153 CP en función de las peculiares circunstancias sino
que, como se afirma en los otros dos votos discrepantes, también analizados, la
Sentencia se decanta más bien por una aplicación automática del citado precepto.
Por ello, se puede concluir en que el art.
153 CP y, por extensión, todos los demás que regulan los diversos supuestos de
violencia de género (lesiones agravadas, amenazas y coacciones) deben
interpretarse de forma automática, tal y como lo decidió la mayoría del Pleno
del Tribunal Constitucional en la sentencia comentada. Las cuestiones de
inconstitucionalidad, elevadas en relación con las amenazas leves (art. 171.4),
las coacciones leves (art. 172.2) y el supuesto agravado de las lesiones (art.
148.4), fueron resueltas, también en sentido negativo, respectivamente, por las
Sentencias del Tribunal Constitucional 45/2009, de 19 de febrero, 127/2009, de
26 de mayo y 41/2010, de 22 de julio, en las que se reiteraron los mismos
argumentos ya expuestos, y a las que se dirigieron los mismos votos particulares
con idéntico contenido.
4.- Jurisprudencia ordinaria sobre la
materia.
Como puede verse, la doctrina constitucional expuesta no ha
arrojado mucha luz sobre las cuestiones planteadas, constituyendo una prueba
evidente de ello las soluciones discrepantes que la jurisprudencia ordinaria
viene ofreciendo en relación a esta materia en el sentido de que, mientras un
sector considera que los preceptos relativos a violencia de género deben
aplicarse, de forma automática, cuando el sujeto activo sea el hombre y la
víctima su pareja femenina, otros vienen a exigir la acreditación del elemento
finalístico de que la actuación violenta sea manifestación del ánimo de dominar
o someter a la víctima.
Comenzando con el Tribunal Supremo,
encontramos una primera sentencia de fecha 25 de enero de 2008, anterior, por
tanto, a las decisiones de inconstitucionalidad resueltas por el Constitucional
la primera de las cuales, recordemos, es de mayo de ese mismo año. En aquélla
sentencia, el alto Tribunal parece decantarse –aunque no de modo contundente-
por la necesidad de que concurra el citado elemento subjetivo, cuando declara
que para la aplicación de los preceptos reguladores de violencia de género debe
concurrir “una intencionalidad en el actuar del sujeto activo del delito, que
se puede condensar en la expresión actuar en posición de dominio del hombre
frente a la mujer para que el hecho merezca la consideración de violencia de
género, y en consecuencia, la atribución competencial de los Juzgados de Violencia
sobre la Mujer”.
Mucho más expresiva es la sentencia,
también del Tribunal Supremo, de 24 de noviembre de 2009, ya posterior a los
pronunciamientos sobre las cuestiones de inconstitucionalidad, en la que se
consolida la línea tímidamente marcada por la de enero de 2008, en el sentido
de exigir de modo expreso la concurrencia del elemento subjetivo de dominación
en el autor del hecho para que la conducta pueda tener encaje en los preceptos
reguladores de la violencia de género, aludiendo a las sentencias del Tribunal
Constitucional antes mencionadas.
En base a ello, se declara que “no toda
acción de violencia física en el seno de la pareja del que resulte lesión leve
para la mujer, debe considerarse necesaria y automáticamente como la violencia
de género que castiga el nuevo art. 153 CP, modificado por la ya tantas veces
citada Ley Orgánica de Medidas de Protección Integral contra la Violencia de
Género, sino sólo y exclusivamente –y ello por imperativo legal establecido en
el art. 1.1 de esa Ley –cuando el hecho sea manifestación de la
discriminación, de la situación de desigualdad y de las relaciones de poder del
hombre sobre la mujer…”. Correlativamente a ello, se admite la
necesidad de que el citado elemento finalístico quede acreditado y de que el
acusado pueda aportar las pruebas de descargo tendentes a poner de manifiesto
que la agresión no estuvo motivada por un ánimo de dominación, con lo cual
“habrá de ser el Tribunal sentenciador el que, a la vista de las pruebas
practicadas a su presencia, oyendo con inmediación y contradicción a
denunciante y denunciado y los testimonios de otros posibles testigos, el que
establezca el contexto en el que tuvieron lugar los hechos, analizando los
componentes sociológicos y caracteriológicos concurrentes a fin de establecer,
mediante la valoración razonada de los elementos probatorios si el hecho
imputado es manifestación de la discriminación, desigualdad y relaciones de
poder del hombre sobre la mujer, u obedece a otros motivos o impulsos diferentes”[25].
Las Audiencias Provinciales mantienen
posiciones discrepantes al respecto, pues mientras un sector declara que los
tipos de violencia de género deberán aplicarse de modo automático, otras exigen
para ello la acreditación de que el varón ha actuado con la finalidad de
dominar o subyugar a su pareja femenina.
Dentro del primer grupo merece ser
analizada la Sentencia de la Audiencia Provincial de Sevilla (Sección 4ª), de
29 de noviembre de 2010, la cual, refiriéndose a las resoluciones del Tribunal
Supremo antes reseñadas, favorables a la inclusión del citado elemento
subjetivo, entiende sin embargo que las mismas no son suficientes para “que
exista en este momento una jurisprudencia consolidada del Tribunal Supremo en
la materia que obligue (…) a dar por definitivamente resuelta la controversia
que al respecto divide a la praxis judicial”, y por ello considera que tal
interpretación no puede resultar vinculante.
Entrando en el fondo de la cuestión, el
citado Tribunal Provincial declara, en primer lugar, que la interpretación
(gramatical, sistemática y teleológica) de los tipos de violencia de género
establecidos por la Ley Orgánica 1/2004 no pone de manifiesto la existencia de
un componente subjetivo (de dominación o discriminación) que sea preciso añadir
a la descripción típica. Por otra parte y respecto al argumento aludido de
contrario, relativo a la referencia que el art. 1.1 de la Ley hace de la
violencia de género “como manifestación de la discriminación, la situación de
desigualdad y las relaciones de poder de los hombres sobre las mujeres”, aclara
que se trata de una cláusula “explicativa y no especificativa; es decir, no
indica qué clase de violencia en la pareja, entre otras posibles, se pretende
combatir con la Ley, sino por qué se produce esa violencia, en el entendimiento
del legislador”. De este modo, la sentencia viene a establecer que la situación
de dominio es la “causa” de la violencia que se quiere atajar, pero no el “fin”
al que aspira el agresor. En apoyo de tales interpretaciones, hace expresa
referencia a la varias veces citada Sentencia del Tribunal Constitucional
59/2008, de 14 de mayo, que, según se dice, viene a declarar la
constitucionalidad del art. 153 sin necesidad de completarlo con elementos
finalísticos.
Concluye su argumentación la citada
sentencia refiriéndose a las insatisfactorias consecuencias a que abocaría la
interpretación contraria, por cuanto acreditada la ausencia del ánimo de
dominación en el varón, la conducta de éste tendría que ser calificada como
falta, mientras que, en caso de que fuese la mujer quien agrediera a su pareja
masculina, aquélla debería ser forzosamente condenada por el delito del art.
153.2 CP, con lo que “habría de acabarse castigando más gravemente el maltrato
no lesivo de la mujer contra su pareja (que siempre sería subsumible en el
delito del art. 153.2) que la misma conducta realizada por el varón contra su
pareja mujer, que se degradaría a falta”. Y si bien admite que esta situación
paradójica podría evitarse exigiendo, también en la violencia doméstica, un
especial ánimo de dominación, ello “sería completamente ajeno a las
agravaciones introducidas por la Ley integral que dan origen a la misma y
resultaría por completo contradictorio con la evolución histórica de los
preceptos, y en concreto con su configuración por la Ley Orgánica 11/2003, bajo
cuya vigencia, hasta donde llega el conocimiento del Tribunal, a nadie se le
ocurrió exigir un ánimo o situación discriminatoria específica, porque tal
exigencia no tendría ninguna base ni en el tenor de los preceptos por ella
introducidos ni en la finalidad de la ley, tal como se expresa en el apartado
III de su exposición de motivos, en el que brilla por su ausencia cualquier
referencia a la desigualdad, el dominio o las relaciones de poder entre los
sujetos de lo que la propia ley denomina violencia doméstica”.
En el otro extremo se encuentran aquellos
órganos jurisdiccionales que estiman que los tipos de violencia de género y
doméstica precisan para su concurrencia, aparte de la conducta y relación
parental objetivamente descritas, un específico ánimo de dominar a la víctima,
de manera que cuando la actuación agresiva ejecutada con tales condicionantes
objetivos obedezca a otras motivaciones, no serán de aplicación los referidos
tipos sino los generales. La Audiencia Provincial de Castellón ha sido una de
las más acérrimas defensoras de esta postura que desarrolla ampliamente en la
Sentencia de 20 de septiembre de 2007, y que reproduce en otras muchas
posteriores.
El citado pronunciamiento, referido al
art. 153 CP –pero que podría extenderse a todos los demás tipos de violencia de
género y doméstica-, declara que una interpretación lógica, teleológica,
sistemática, histórica y sociológica del citado precepto debe llevar, de modo
inevitable, a una aplicación restrictiva del mismo, en tanto que su contenido
viene diseñado en función de los conceptos de “violencia doméstica” y
“violencia de género”, considerando que “no se puede prescindir de dichos
conceptos, piedra angular de toda la normativa sobre la materia, para
interpretar e integrar el tipo penal sobre los malos tratos contenido en el
art. 153 del CP. Por ello, en nuestra opinión habrá de ser necesario que la
conducta descrita en el tipo penal constituya una concreta manifestación de
esos dos fenómenos conocidos como violencia doméstica y violencia de género”.
En relación con la “violencia
doméstica”, aunque no viene legalmente definida, el citado Tribunal Provincial
declara que la misma concurrirá cuando la actuación agresiva se lleve a cabo
“como manifestación de una situación de abuso, dominación o subyugación de un
familiar sobre otro familiar (o también, por expresa asimilación o inclusión
legal, en el marco de la situación en que se encuentran las personas que por su
especial vulnerabilidad se encuentran sometidas a custodia o guarda en centros
públicos o privados)”. Y, en cuanto a la “violencia de género”, su
conceptuación viene recogida en el art. 1.1 de la Ley Orgánica 1/2004 como “manifestación
de la discriminación, la situación de desigualdad y las relaciones de poder de
los hombres sobre las mujeres”.
Configurados así ambos conceptos,
alrededor de los mismos debe girar la interpretación del art. 153 CP –y, por
ende, los restantes tipos introducidos por la Ley Orgánica 1/2004-, de manera
que en lo que concierne al apartado 1º del citado precepto, su aplicación
precisa que la conducta violenta del varón con respecto a su pareja femenina
“sea una manifestación de la discriminación, la situación de
desigualdad y las relaciones de poder de los hombres sobre las mujeres,
que caracteriza o es propia de la violencia de género. O sea, ni la violencia
de género aparece por el mero hecho de que la víctima del maltrato sea una mujer;
ni tampoco resulta automáticamente aplicable el art. 153.1 del CP, siempre y en
todo caso, cuando la víctima del maltrato sea una mujer. La aplicación del art.
153.1 del CP exige un plus, un elemento adicional, cual es que esa conducta
violenta o de maltrato pueda catalogarse como una manifestación de la
discriminación, de la situación de desigualdad y las relaciones de poder de los
hombres sobre las mujeres”. Y, del mismo modo, en lo que concierne a las
conductas previstas en el art. 153.2 CP, su aplicación requiere que las mismas
se hayan producido en una situación de violencia doméstica.
Como consecuencia necesaria de lo
expuesto, la citada sentencia concluye en que la aplicación del art. 153 CP
dependerá de que la conducta ejecutada haya venido motivada “como una
manifestación de una situación de poder, sometimiento o dominación en la que el
miembro más fuerte de la relación familiar (o análoga o asimilada) despliega la
violencia física o psíquica sobre el miembro más débil de la relación, o que, por
el contrario, se produzcan al margen de tal contexto o situación de abuso,
sometimiento o dominación”, en cuyo caso será de aplicación la falta del art.
617 CP.
La necesidad de que tanto en los casos de
violencia de género como en los de violencia doméstica concurra el específico
ánimo de dominar, someter o subyugar a la víctima, apuntada en esta última
resolución, permite obtener consecuencias más justas e impide que se lleguen a
las situaciones insostenibles a las que aludía la Audiencia de Sevilla, pues de
acuerdo con la interpretación sostenida en la última sentencia analizada, en el
caso de agresión recíproca entre marido y esposa, la ausencia de ánimo de
dominación en ambos deberá determinar que los dos, y no sólo aquél, deban ser
absueltos del delito del art. 153 CP.
5.- Toma de posición.
Visto el panorama legislativo sobre la
materia y la variopinta interpretación que la jurisprudencia ha realizado del
mismo, es el momento de decantarse por la solución que se considera más
apropiada. Comenzaremos, en primer lugar, con los diversos pronunciamientos del
Tribunal Constitucional, respecto de los cuales, a mi parecer, la solución que
se contiene en ellos no resulta satisfactoria.
Ante todo, es preciso destacar una
observación, antes apuntada, en el sentido de que las distintas sentencias
dictadas por la mayoría del referido Tribunal no contienen una doctrina, clara
y concluyente, sobre la cuestión planteada, pues de su lectura no se deduce, de
modo inequívoco, si se está descartando la necesidad de que los tipos de
violencia de género deban contener un específico ánimo de dominación o, en
cambio, su aplicación deberá ser automática con independencia de las concretas
circunstancias en las que la agresión se haya perpetrado. Esta ambigüedad queda
claramente reflejada en los votos particulares, dos de los cuales parecen
entender que la mayoría se inclina por una interpretación restrictiva de los
citados tipos, mientras que los otros dos estiman que se acepta la aplicación
automática del precepto. Por su parte, el Tribunal Supremo y las distintas
Audiencias Provinciales, apoyándose en las referidas sentencias de la mayoría
del Tribunal Constitucional, hacen interpretaciones divergentes, lo que
constituye una muestra de la escasa claridad con la que dicho Tribunal ha resuelto
las cuestiones planteadas.
No obstante, en mi opinión y tras un
esfuerzo interpretativo considero que el Tribunal Constitucional acepta la
aplicación de los preceptos reguladores de la violencia de género, haciendo
total abstracción de las circunstancias concurrentes. Así parece desprenderse
de algunos de los pasajes, antes parafraseados, en los que se justifica la
agravación para el hombre en parámetros generalistas, tales como la inserción
de su conducta en una pauta cultural de desigualdad y dominación lo que, unido
a la circunstancia de que en la sentencia no se propone una interpretación del
precepto en atención a la específica situación en la que se produjo el hecho,
nos lleva a concluir que se está admitiendo la aplicación automática de los
citados preceptos, cuando el sujeto activo sea el hombre y la víctima una
mujer que sea, o haya sido, su esposa o
pareja sentimental.
Dicho esto, es necesario referirse a la
posible vulneración del derecho fundamental a la igualdad, que ha sido el
motivo principal denunciado en las múltiples cuestiones de inconstitucionalidad
formuladas, basado en la diferente respuesta penal articulada respecto de una
misma conducta objetiva, según que la misma la cometa un varón o una mujer. En
mi opinión, no es éste el derecho fundamental que la citada regulación podría
lesionar[26], pues como
ya se adelantó con anterioridad, el Derecho Penal tiene como objetivo
primordial tipificar determinadas conductas que puedan lesionar o poner en
peligro ciertos bienes jurídicos. Y en dicha labor preventiva, es preciso tomar
en consideración que no todos los miembros de la sociedad se encuentran en la
misma situación, sino que existen grupos que, en razón a determinados factores
de identidad, tales como sexo, religión o ideología, se encuentran desvalorados
por la cultura dominante y, por ello, en una situación de subordinación,
colocando a los miembros de esos colectivos en situación desventajosa con
respecto a quienes se encuentran en posición de poder, por lo que ante tal desajuste
es preciso establecer los mecanismos que tiendan a garantizar que los grupos
desfavorecidos no resulten discriminados, y ello sólo puede hacerse en sentido
unidireccional, es decir, protegiendo de manera específica a los referidos
colectivos y no a quienes ocupan las posiciones de dominio, pues los intereses
de éstos ya se encuentran salvaguardados por las disposiciones generales[27].
Partiendo de lo expuesto, en el caso de
las mujeres se puede considerar que se trata de un grupo desfavorecido por
cuanto la realidad nos muestra cómo son objeto frecuente de agresiones por
parte de sus parejas masculinas y todo ello fomentado, en muchas ocasiones, por
la propia estructura de patente desigualdad todavía existente, por lo que desde
este punto de vista resulta legítimo establecer una especial protección a favor
de ellas, bien entendido que las específicas agravaciones no se establecen en
razón del “autor” de los hechos, sino de la “víctima” de los mismos[28].
Por lo demás, no constituye ésta una novedad en el ámbito penal por cuanto
desde hace tiempo se contemplan agravaciones de conductas dirigidas frente a
grupos especialmente vulnerables, como los menores, extranjeros o trabajadores[29].
Sentado lo anterior, se considera sin
embargo inadecuada la tipificación de los delitos de violencia de género del
modo establecido por la Ley Orgánica 1/2004 y que ha sido bendecida, de forma
un tanto equívoca, por el Tribunal Constitucional. En efecto, es perfectamente
legítima la previsión de consecuencias penales agravadas cuando las conductas
se proyectan sobre determinados grupos especialmente vulnerables sin que por
ello se resienta el derecho a la igualdad. Ahora bien, a diferencia de lo que
sucede con ciertos colectivos, como los menores, en los que la situación de
inferioridad se presume en todo caso, en lo que respecta a las mujeres dicha
presunción no puede generalizarse en tanto que no todas las mujeres se
encuentran en una situación de inferioridad sino que, por el contrario, en la
actualidad las relaciones de pareja se establecen en su mayoría sobre
parámetros de igualdad. Esto determina, que no se pueda aplicar la agravación
en todos los casos en que se haya producido una agresión del varón sobre su
pareja femenina y, por tanto, no resulta acertado considerar que los preceptos
específicos sobre violencia de género deberán aplicarse de modo automático, sin
tomar en consideración las concretas circunstancias concurrentes así como el
móvil que impulsó al sujeto activo[30],
pues ello supone una flagrante lesión del principio de culpabilidad[31],
lo que lleva de forma inevitable a un “derecho penal de autor”.
Por otro lado, tal concepción resulta
contradictoria con el propio espíritu de la Ley Orgánica 1/2004, que en su art.
1.1 establece, expresamente, que la violencia de género en ella prevista es
aquélla que se caracteriza por una relación de dominio del hombre sobre la
mujer, lo que implica que los distintos tipos diseñados deberán contener un
elemento intencional, como es que el hombre realice la conducta violenta sobre
su pareja femenina con la finalidad de someterla a su voluntad y como expresión
de superioridad. No debe olvidarse que, en el seno de la pareja, la violencia
puede adoptar diversas modalidades que, en síntesis, pueden reconducirse a tres[32]:
la llamada violencia de dominio, que
es la que se ejercita por un miembro de la pareja con la finalidad de someter
al otro; la violencia coyuntural, que
es la aplicada por un miembro sobre el otro con motivo de un conflicto puntual;
y la violencia cruzada o recíproca,
cuando ambos miembros de la pareja utilizan la agresión para resolver sus
diferencias. Sólo la primera de ellas es, propiamente, violencia de género, por
ajustarse a los parámetros establecidos en la Ley 1/2004 y sólo las mujeres
afectadas por dicha clase de violencia pueden incluirse en el colectivo
especialmente vulnerable que la agravación penal pretende proteger de modo más
intenso.
Por otra parte se ha destacado que, al
igual que en la agravante 4ª del art. 22 CP se exige la acreditación de que el
autor haya actuado por motivos racistas, antisemitas o discriminatorios con
respecto a la víctima, del mismo modo en los tipos de violencia de género tiene
que quedar suficientemente probado que el hombre agredió a su esposa o pareja
sentimental femenina movido por un móvil de dominio[33].
Por consiguiente, lo que caracteriza a los distintos delitos relativos a la
violencia de género es que la conducta objetivamente prevista (lesionar,
maltratar, amenazar o coaccionar), al llevarse a cabo en un contexto de
superioridad por parte del sujeto activo, ello determina que dichas actuaciones
afecten, asimismo, a la integridad moral de la víctima, que ha sido atacada por
ser considerada inferior, por lo que el delito de violencia de género presenta
“un doble desvalor: a la lesión del bien inmediatamente afectado por el
comportamiento violento se suma la de la integridad moral”[34].
Desde otra perspectiva y en contra de las
precedentes consideraciones, se ha afirmado sin tapujos que la violencia
ejercitada por el hombre contra la mujer reviste mayor gravedad objetiva que la
perpetrada en sentido inverso, pues en el primer caso es más frecuente, se
produce por estímulos de menor importancia e, incluso, gratuitos, tiende a reiterarse
y resulta más susceptible de generar en la mujer sentimientos de miedo y
subordinación, mientras que, por el contrario, la violencia ejercitada por la
mujer contra el varón, aparte de menos frecuente, se produce de forma mucho más
aislada y reviste una intensidad menor sin tendencia a perpetuarse[35].
Conforme a ello, se afirma que ninguna de las posibles interpretaciones de los
preceptos reguladores de la violencia de género obliga a integrar en ellos un
específico elemento subjetivo de dominación o discriminación[36].
Y en una posición más matizada, se aduce
que una misma conducta objetiva puede tener diversa significación, poniéndose
el ejemplo de que no es lo mismo que un grupo de hombres siga de noche a una
mujer que a la inversa, como tampoco tiene el mismo significado tocar el pecho
a un hombre que a una mujer, por lo que la incorporación de la variable de
género puede determinar que, ante conductas objetivamente idénticas, se prevean
consecuencias distintas[37].
Con arreglo a ello, se aduce que la agresión del varón hacia la mujer reviste,
por lo general, un plus de gravedad por el mayor temor que la misma infunde y
la más elevada probabilidad de que se produzca un resultado lesivo, en base a
lo cual se estima equivocada la práctica judicial que, en caso de agresiones
recíprocas entre ambos miembros de la pareja, estima que los dos
comportamientos poseen el mismo desvalor pues, por las razones expuestas, la
que procede del hombre tendría una mayor potencialidad lesiva, ello aparte de
que la mujer es más vulnerable[38].
No obstante lo expuesto, se admite que no siempre la conducta del varón tiene
que ser objetivamente más lesiva, razón por la cual debe entenderse que el tipo
incluye un elemento implícito, consistente en un contexto de dominación, el cual
deberá ser acreditado por la acusación en el proceso, no debiendo configurarse,
en cambio, como una presunción “iuris tanum”, pues ello supondría atribuir la
carga de la prueba al imputado trastocando así el principio de presunción de
inocencia[39].
Esta última interpretación no me parece admisible. Estimar que,
desde el punto de vista objetivo, la agresión de un hombre hacia una mujer
reviste más gravedad que la inversa, haciendo abstracción de las particulares
circunstancias concurrentes, resulta aventurado. El que los actos de violencia
masculina tiendan, desde el punto de vista estadístico, a reiterarse, no
constituye un argumento de suficiente entidad como para considerar que toda
acción violenta de un hombre contra una mujer tenga que ser, forzosamente, más
grave, que la de una mujer contra el varón. Esta argumentación supone atribuir
al hombre un “pecado original” –en palabras de uno de los votos particulares a
la Sentencia del Tribunal Constitucional 59/2008- del que no pudiera desprenderse.
Por
consiguiente, se considera que la interpretación más correcta es que toda
actuación agresiva que se ejerza por el hombre contra quien es o ha sido su
esposa o pareja sentimental no deberá integrar, de modo automático, un delito
de violencia de género, sino que será necesario además probar la
intencionalidad de subyugar o discriminar. Por tanto, la solución que se
considera más correcta es estimar que para la aplicación de los tipos de
violencia de género deberá concurrir el citado elemento subjetivo, debiendo
acreditar su existencia la acusación, no pareciendo admisible, por el
contrario, establecer una presunción “iuris tantum”[40],
pues ello implicaría invertir la carga de la prueba en el proceso penal.
Esta es la solución que, como se ha
visto, han asumido algunas Audiencias Provinciales y el Tribunal Supremo en las
sentencias antes citadas, pero al respecto conviene hacer unas matizaciones a
fin de que no se produzcan resultados injustos, tal y como apuntaba, con sumo
acierto, la Audiencia Provincial de Sevilla. Se puede admitir, como aquí se
propone, que los tipos de violencia de género precisan, aparte de la
realización de la correspondiente conducta y la relación parental y afectiva de
autor y víctima, un específico ánimo de dominación en aquél, que deberá ser
acreditado en el proceso. Si dicho elemento no logra ser probado, la mayoría de
la jurisprudencia opta por degradar el hecho a la falta prevista en el art. 617
CP.
Ahora bien, en el caso de una agresión
mutua entre hombre y mujer, desprovista del citado ánimo, si el hombre debe ser
castigado por una falta, ¿cómo deberá tipificarse la conducta de la mujer? Ante
este dilema se abren dos posibilidades: la primera, con arreglo al art. 153.2
CP, solución que debe ser descartada por la injusticia que supondría en tanto
la mujer, ante una misma conducta, resultaría sancionada más severamente que el
hombre; la segunda, sancionarla por la citada falta del art. 617 CP, pero esto
precisa una justificación dogmática, que podría encontrarse en los argumentos
que ofrece la sentencia de la Audiencia Provincial de Castellón, antes citada,
en el sentido de considerar que también en los casos de violencia doméstica es necesaria
la concurrencia de un ánimo de dominio o subyugación, por lo que, en el caso de
la agresión recíproca entre el hombre y la mujer, estando ausente también en
ésta dicho elemento la conducta de la mujer también quedaría degradada a falta.
Esta solución no me parece, sin embargo,
convincente, pues a diferencia de lo que sucede con la violencia de género, en
la que legalmente se exige un móvil de dominación, en lo que concierne a la
violencia doméstica dicho elemento carece de fundamento alguno. La Ley Orgánica
11/2003, de 29 de septiembre, que en el art. 153 CP reguló la violencia
doméstica así como sus precedentes, que arrancan del art. 425 introducido por
la reforma de 1989, no hacían referencia alguna al mencionado ánimo, lo que
tiene su lógica si tenemos en cuenta que el círculo de sujetos a los que se
refiere esta clase de violencia es muy amplio, lo que unido a la circunstancia
de que no se exige convivencia parece muy forzado requerir que la actuación
agresiva se haya perpetrado abusando de una posición de dominio, difícil de
imaginar en muchos de los casos (por ejemplo, entre cuñados que apenas tienen
relación).
En consecuencia, estimo que en los casos
de violencia doméstica no es preciso que la conducta violenta sea manifestación
de una situación de dominación. Partiendo de ello, cuando se produzca una
agresión mutua entre hombre y mujer, no existiendo en aquél la finalidad de
someter a ésta, al no ser de aplicación el art. 153.1 (único que exige ese
especial ánimo de dominio), el varón deberá ser sancionado con arreglo al art.
153.2, al igual que la mujer[41],
con lo cual se llega a un solución justa y dogmáticamente inobjetable.
[1]
Curso de Derecho Penal Español, Parte
General, Tecnos, Madrid 2004, p. 17.
[2]
CUELLO CALÓN, Derecho Penal, Tomo II
(Parte Especial), Barcelona 1955, pp. 630-631.
[3]
Sentencias del Tribunal Supremo (en adelante STS) 3-3-1952 y 10-7-1952.
[4]
QUINTANO RIPOLLÉS, Comentarios al Código
Penal II, Revista de Derecho Privado, Madrid 1946, p. 261; PUIG PEÑA, Derecho Penal, Parte Especial, Tomo IV, Madrid
1955,p. 22
[5]
SSTS 4-2-1902, 23-4-1904.
[6]
Comentarios, op.cit, p. 262.
[7]
TAMARIT SUMALLA, Comentarios al Nuevo
Código Penal (Quintero Olivares, Dir, Valle Muñiz, Coord), Aranzadi,
Pamplona 1996, pp. 744-745.
[8]
MAQUEDA ABREU, <>, en La Violencia de Género en la
Ley. Reflexiones sobre veinte años de experiencia en España (coord. Laurenzo
Copello), Dykinson, Madrid 2010, pp. 114-115.
[9]
TAMARIT SUMALLA, Comentarios, op.cit,
p. 745.
[10]
BOLEA BARDÓN, “En los límites del Derecho
Penal frente a la violencia doméstica o de género”, Revista Española de
Ciencia Penal y Criminología (en adelante RECPC) 9 (2007), p. 7.
[11]
MAQUEDA ABREU, Veinte años, op.cit,
p. 119: “No puede decirse, sin embargo, que esa decisión expansiva del
legislador de 2003 siguiera una línea continuista –más o menos cómplice- con
las campañas institucionales abiertamente combativas frente al maltrato en la
pareja o, más genéricamente, frente a la violencia contra las mujeres. Más bien
parece que las utilizó como pretexto para hacer llegar su reconocida vocación
punitivista a un amplio ámbito de relaciones –domésticas o cuasi-domésticas-
marcadas por el común denominador de la vulnerabilidad de sus víctimas”.
[12]
Posteriormente, la Ley Orgánica 15/2003, de 25 de noviembre, modificó el art.
57.2 del CP en el sentido de establecer, con carácter obligatorio, la pena de
prohibición de acercamiento y comunicación entre autor y víctima en los casos
de violencia de género y doméstica, lo que ha traído consigo numerosos
problemas en los casos, muy frecuentes, de reconciliación, así como cuando el
hecho ha sido aislado.
[13]
LAURENZO COPELLO, “La violencia de género
en la Ley Integral: valoración político-criminal”, RECPC 7 (2005), pp. 3-5.
[14]
DE PAÚL VELASCO, “Aspectos penales de la
L.O. 1/2004: Experiencias de su aplicación”, La Violencia de Género,
op,cit, pp. 217-218: “La extraordinaria ventolera polémica sobre la
constitucionalidad de los tipos penales diferenciados, que supera la que
originó, hace ya más de quince años, la desdichada Ley Orgánica de Protección
de la Seguridad Ciudadana, se ha motivado simplemente a partir de la exclusiva
diferencia de tres meses en el límite mínimo de la pena privativa de libertad
asignada al tipo básico de los distintos delitos; olvidando que la pena
alternativa de trabajos en beneficio de la comunidad es de igual duración en
todos los casos para los hombres y mujeres, que el juego del subtipo atenuado
permite una individualización penológica que reduzca o haga desaparecer en la práctica
la desigualdad de trato punitivo y que las penas cortas de prisión, en el caso
más frecuente de delincuentes primarios, obtienen de forma sistemática en
España la suspensión de su ejecución, como demuestran los estudios efectuados,
de modo que la diferencia, para colmo, es las más de las veces más simbólica
que real”.
[15]
Por parte de la doctrina se ha justificado tal proceder en una razón de orden
eminentemente práctico, como es la posibilidad de poder adoptar medidas penales
de orden procesal respecto de conductas que, objetivamente, solo eran
constitutivas de falta, Vid. RAMÓN RIBAS, La
protección frente a la violencia de género: Tutela penal y procesal,
Dykinson, Madrid 2009, pp. 44-45.
[16]
En esta línea se pronunciaba durante los debates parlamentarios el Grupo
Parlamentario Izquierda Unida-Iniciativa per Catalunya Verdes, solicitando se
incluyera como circunstancia agravante en el art. 180.1 CP, que la víctima sea
o haya sido esposa del autor, Vid. Boletín
Oficial de las Cortes Generales, Congreso de los Diputados, 24-9-2004, p.
95.
[17]
En el debate parlamentario, el Grupo de Ezquerra Republicana propuso la
inclusión de los mencionados supuestos, Boletín
Oficial de las Cortes Generales, Congreso de los Diputados, 24-9-2004, p.
154.
[18]
MAQUEDA ABREU, Veinte años, op.cit,
p. 122, en relación con este aspecto, afirma que “no es la perspectiva de
género –tan polémica- la que hace criticable la ley sino, precisamente, la
ausencia de la misma”.
[19] SANZ-DÍEZ
DE ULZURRUN ESCORIAZA/MOYA CASTILLA, Violencia
de Género. Ley Orgánica de Medidas de Protección Integral Contra la Violencia
de Género. Una visión práctica, Ed. Experiencia, Barcelona 2005, p. 39.
[20]
SUBIJANA ZUNZUNEGUI, “La igualdad y la
violencia de género en el orden jurisdiccional penal. Hacia una estrategia
actuarial en el tratamiento punitivo de la violencia del hombre sobre la mujer
en la relación de pareja”, RECPC 12-05 (2010), p. 2.
[21]
SSTC 76/2008, de 3 de julio; 80/2008, de 17 de julio; 81/2008, de 17 de julio;
82/2008, de 17 de julio; 83/2008, de 17 de julio; 95/2008, de 24 de julio;
96/2008, de 24 de julio; 97/2008, de 24 de julio; 98/2008, de 24 de julio;
99/2008, de 24 de julio; 100/2008, de 24 de julio.
[22]
Fundamento Jurídico 11º: “No se trata de una presunción normativa de lesividad,
sino de la constatación razonable de tal lesividad a partir de las
características de la conducta descrita y, entre ellas, la de su significado
objetivo como reproducción de un arraigado modelo agresivo de conducta contra
la mujer por parte del varón en el ámbito de la pareja. Tampoco se trata de que
una especial vulnerabilidad, entendida como una particular susceptibilidad de
ser agredido o de padecer un daño, se presuma en las mujeres o de que se
atribuya a las mismas por el hecho de serlo, en consideración que podría ser
contraria a la idea de dignidad igual de las personas (art. 10.1 CE), como
apunta el Auto de planteamiento. Se trata de que, como ya se ha dicho antes y
de un modo no reprochable constitucionalmente, el legislador aprecia una
gravedad o un reproche peculiar en ciertas agresiones concretas que se producen
en el seno de la pareja o entre quienes lo fueron, al entender el legislador,
como fundamento de su intervención penal, que las mismas se insertan en ciertos
parámetros de desigualdad tan arraigados como generadores de graves
consecuencias, con lo que aumenta la inseguridad, la intimidación y el
menosprecio que sufre la víctima”.
[23]
Subrayados en el texto original.
[24]
LARRAURI PIJOAN, “Igualdad y violencia de
género. Comentario a la STC 59/2008”, InDret Penal 1/2009, p. 15, opina igualmente que el Tribunal
Constitucional debió hacer una sentencia interpretativa, concretando los
supuestos en que debe ser aplicado el precepto cuestionado. Así lo hizo dicho
Tribunal en la Sentencia 24/2004, de 24 de febrero, en relación con el art. 563
CP en el que se tipifica la tenencia ilícita de armas, declarando que si bien
el tipo penal no lo exige de forma
expresa, para que concurra la conducta tipificada en el referido precepto el
arma debe poseer una potencialidad lesiva y su tenencia llevarse a cabo en
condiciones susceptibles de poner en peligro la seguridad ciudadana.
[25]
Esta sentencia contó con el voto particular del Magistrado Julián Sánchez
Melgar, que precisamente fue el Ponente de la de 25 de enero de 2008, y el cual
estima en su voto discrepante que no es precisa la prueba del elemento
finalístico de dominio. Dice, al respecto, que “el legislador ha tratado de
objetivar la violencia de género a la ejercida por el varón sobre la mujer, en
el ámbito de la pareja, y ello, al parecer, por razones estadísticas o
históricas. No nos corresponde a nosotros el enjuiciamiento sobre el acierto de
ese componente sociológico, y es más, a pesar de las razonables dudas de
constitucionalidad de una medida de discriminación positiva en el ámbito penal,
el Tribunal Constitucional las despejó en sentido negativo, no sin posturas
discrepantes en el seno del mismo. Así las cosas, la interpretación del
precepto, cuya aplicación se reclama por el Ministerio Fiscal, no admite, a mi
juicio, y con todo el respeto a la decisión mayoritaria, internarse por esos
caminos de una inexistente desigualdad cuando la agresión es mutua, como ocurre
en este caso”.
[26]
En sentido contrario, BOLEA BARDÓN, RECPC
9 (2007), op.cit, pp. 24-25, estima que la regulación de los tipos de
violencia de género no respeta el derecho a la igualdad en tanto una misma
conducta objetiva es caracterizada como delito o falta en función de quien la
protagonice.
[27]
LAURENZO COPELLO, RECPC 7 (2005),
op.cit, pp. 11-12. De otra opinión, BOLEA BARDÓN, RECPC 9 (2007), op.cit, p. 24, considera que en el ámbito del
Derecho Penal no es lícito establecer desequilibrios, por lo que toda medida
que tienda a favorecer a un grupo supone, de modo necesario, un perjuicio a los
que quedan fuera de dicha protección.
[28]
LAURENZO COPELLO, RECPC 7 (2005),
op.cit, pp. 16-17.
[29]
LAURENZO COPELLO, RECPC 7 (2005),
op.cit, p. 18.
[30]
BOLEA BARDÓN, RECPC 9 (2007), op.cit,
pp. 22-23.
[31]
SUBIJANA ZUNZUNEGUI, RECPC 12-05 (2010),
op.cit, pp. 9-10; BOLEA BARDÓN, RECPCP 9
(2007), op.cit, p. 25: “El principio de culpabilidad resulta infringido
cuando se agrava la pena del autor (hombre) partiendo de que estadísticamente
la mayoría de casos de violencia ejecutada sobre la mujer se basan en
situaciones de desigualdad y de dominación del hombre hacia la mujer, sin tener
en cuenta otras posibles causas de dicha violencia y, lo que es más grave, sin
necesidad de probar en el caso concreto que se ha actuado abusando de esa
situación de dominación y por móviles discriminatorios”.
[32]
SUBIJANA ZUNZUNEGUI, RECPC 12-05 (2010),
op.cit, p. 5.
[33]
RAMÓN RIBAS, La protección, op.cit,
p. 21.
[34]
RAMON RIBAS, La protección, op.cit,
p. 22.
[35]
DE PAÚL VELASCO, Aspectos penales,
op.cit, pp. 216-217.
[36]
DE PAÚL VELASCO, Aspectos penales,
op.cit, p. 236.
[37] LARRAURI PIJOAN, InDret 1/2009, op.cit, p. 10.
[38] LARRAURI PIJOAN, InDret 1/2009, op.cit, pp. 11-12.
[39] LARRAURI PIJOAN, InDret 1/2009, op.cit, p. 14.
[40]
SANZ-DÍEZ DE ULZURRUN ESCORIAZA/MOYA CASTILLA, Violencia de Género, op.cit, p. 83.
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