Cabe esperar datos sobre el suicidio en 2014 en España en el mes de marzo de 2016, ya que se publicaron a comienzos de marzo de 2015 los datos de 2013.
Incluyo en esta entrada del blog un artículo publicado en EL PAÍS acerca de una investigación sobre el suicidio. En numerosas ocasiones he denunciado en este blog la vergonzosa ausencia de investigaciones sociológicas acerca de este fenómeno y especialmente acerca de las causas de la masculinización del suicidio. Por este motivo, esta investigación constituye una excepción de la que debo hacerme eco. La rigurosidad de tal investigación y la validez de sus conclusiones tendrá que ser confrontada con los hechos y sometida al escrutinio de los investigadores. Sin embargo, la mera presencia de este estudio en la prensa española merece ya un reconocimiento por tratarse de un ejemplar casi único:
Los machos suicidas, o cómo el perfeccionismo puede ser mortal
Los suicidios masculinos superan en número a los femeninos en todo el mundo. La ciencia explica por qué
Drummond consiguió por fin realizar sus sueños. Había sido un largo
camino desde que, de niño y con gran molestia, no pudo superar el acceso
a secundaria. Fue una gran decepción para su madre, pero sobre todo
para su padre, que era ingeniero en una empresa farmacéutica. Éste nunca
había mostrado un gran interés por él de pequeño; nunca jugaban juntos y
si se portaba mal lo inclinaba sobre el respaldo de una silla y le daba
una zurra. Así eran los hombres de entonces. Un padre era objeto de
temor y respeto. Un padre era un padre.
Fue duro ver pasar cada mañana frente a su casa a los alumnos de
secundaria con sus gorras, tan elegantes. El sueño de Drummond siempre
había sido llegar a director de una pequeña escuela en un pueblo tan
perfecto como el que le vio crecer, pero sólo consiguió plaza en un
instituto técnico como aprendiz de carpintero y albañil. Su asesor
laboral casi rompe a reír cuando Drummond le habló de sus aspiraciones
profesionales, pero no por ello cesó en su empeño. Luchó por hacerse un
hueco en la universidad y se convirtió en presidente del sindicato de
estudiantes. Encontró trabajo de profesor, se casó con su novia de toda
la vida y poco a poco se abrió camino hasta dirección, en un pueblo de
Norfolk. Tenía tres hijos y dos coches. Su madre estaba orgullosa al
menos.
Fue así como acabó solo, sentando en un pequeño cuarto, y barajando la posibilidad de suicidarse.
Factores de riesgo
La impulsividad, la melancolía obsesiva, los niveles bajos de
serotonina o la falta de dotes sociales son algunas de las
vulnerabilidades que aumentan el riesgo de suicidio. El presidente de la
Academia Internacional de Investigación del Suicidio, el profesor Rory
O’Connor, lleva veinte años estudiando los procesos psicológicos que se
esconden tras la muerte autoinfligida. “¿Ha visto las noticias?”,
pregunta. Los periódicos matutinos muestran los datos más recientes: en
el 2013 se registraron 6.233 suicidios en el Reino Unido. Mientras que
la tasa de suicidio femenino se mantiene más o menos estable desde 2007,
la de los hombres se encuentra en su nivel más alto desde 2001. Casi
ocho de cada diez suicidios son masculinos, una cifra que lleva más de
tres décadas en aumento. En 2013, la causa más probable de muerte para
un hombre de entre 20 y 49 años no era ni asalto, ni accidente de
tráfico, ni las drogas, ni un ataque al corazón, sino la propia decisión
de no seguir viviendo.
Aquellos que se dedican al estudio del suicidio, o que trabajan en
organizaciones benéficas de salud mental, están empeñados en convencer a
los curiosos de que rara vez, si acaso, existe un único factor que
explique una muerte autoinducida, y que la enfermedad mental, y más
comúnmente la depresión, precede por lo general a ese evento. “Pero lo
más alarmante es que la mayoría de los depresivos no se suicidan”, me
comenta O’Connor. “Menos del 5% lo hacen. Así que la enfermedad mental
no lo explica. Para mí, la decisión de suicidarse es un fenómeno
psicológico. Aquí, en el laboratorio, lo que pretendemos es entender la
psicología de la mente suicida”.
Estamos sentados en el despacho de O'Connor en el Gartnavel Royal
Hospital. A través de la ventana, bajo un cielo sombrío, se alza la
torre de la Universidad de Glasgow (Escocia). Sobre un tablón de corcho,
dibujos de sus dos hijos, un monstruo naranja y un teléfono rojo.
Oculta en el armario, una siniestra colección de libros: Comprender el suicidio, Por su propia mano inocente, y Una mente inquieta, la célebre crónica de la locura, de Kay Redfield Jamison.
En 2013, la causa más probable de muerte para un
hombre de entre 20 y 49 años no era ni asalto, ni accidente de tráfico,
ni las drogas, ni un ataque al corazón, sino la propia decisión de no
seguir viviendo
El Laboratorio de Investigación de Conductas Suicidas de O’Connor
trabaja con supervivientes en hospitales, evaluando sus casos dentro de
las primeras 24 horas tras un intento, y haciendo el seguimiento de su
progreso posterior. También llevan a cabo estudios experimentales para
poner a prueba hipótesis sobre cuestiones tales como la tolerancia al
dolor en personas suicidas, o los posibles cambios cognitivos tras
períodos breves de estrés inducido.
Tras años de estudio, O’Connor descubrió algo sorprendente acerca de
las mentes suicidas. Se llama perfeccionismo social, y podría ayudarnos a
comprender por qué los varones tienden tanto a suicidarse.
El padre perfecto
Drummond se casó con Livvy, su novia de ojos marrones, a la edad de
22 años. Dieciocho meses después se convirtió en padre. Al poco tiempo
ya tenía dos niños y una niña. El dinero era escaso, por supuesto, pero
él era fiel a sus responsabilidades. Daba clases durante el día y
trabajaba detrás de la barra de un bar por la noche. Los viernes acudía a
hacer el turno de noche en una bolera, de 6 de la tarde a 6 de la
mañana. Dormía durante el día y regresaba a tiempo de hacer un nuevo
turno la noche del sábado. A continuación, el turno del almuerzo en un
pub los domingos, un pequeño descanso, y vuelta al cole en la mañana del
lunes. No veía mucho a sus hijos, pero para él lo más importante era
garantizar la comodidad de su familia.
Además de trabajar, Drummond también estudiaba, decidido a hacerse
con la titulación necesaria para ser director. Más ambición, más
progresos. Consiguió nuevos trabajos en escuelas mejores. Guiaba a su
familia hacia un destino mejor. Sentía que era un buen líder . El marido
perfecto.
Tras años de estudio, O'Connor descubrió algo sorprendente acerca de las mentes suicidas. Se llama perfeccionismo social
Sólo que no lo era.
El valor de los roles
Cuando se es un perfeccionista social, uno tiende a identificarse con
los roles y responsabilidades que cree tener en la vida. “No se trata
de lo que uno espera de sí mismo”, explica O’Connor, “sino de lo que
cree que piensan los demás. Que ha decepcionado a otros, que ha
fracasado como padre, como hermano, o lo que sea”.
Esto puede resultar especialmente tóxico, pues se están juzgando los
juicios imaginados de otras personas acerca de uno mismo. “No tiene nada
que ver con lo que la gente piensa realmente acerca de uno,” asegura. “Sino con lo que uno cree que ellos esperan. Lo verdaderamente problemático es que esto está siempre fuera de tu control”.
La primera vez que O’Connor supo de la existencia del perfeccionismo
social fue leyendo estudios con sujetos universitarios norteamericanos.
“Pensé que no sería lo mismo dentro de un contexto británico, y que no
funcionaría con personas procedentes de entornos más adversos, pero vaya
que sí. Es un efecto sorprendentemente robusto. Lo hemos estudiado en
las zonas más desfavorecidas de Glasgow”. Su primer estudio tuvo lugar
en el 2003, con veintidós personas que habían intentado suicidarse
recientemente, más un grupo de control. Fueron evaluados mediante un
cuestionario de quince preguntas para medir el acuerdo con afirmaciones
tales como: ‘El éxito está en trabajar todavía más para complacer a los
demás’, o ‘la gente no espera de mí menos que la perfección’. “La
relación entre perfeccionismo social y tendencias suicidas está presente
en todas las poblaciones con las que hemos trabajado”, dice O’Connor,
“tanto entre los desfavorecidos como entre los ricos".
Lo que aún no conocemos es el por qué. "Manejamos la hipótesis de que
los perfeccionistas sociales son mucho más sensibles a las señales de
fracaso dentro del entorno", comenta.
Casi ocho de cada diez suicidios son masculinos, una cifra que lleva más de tres décadas en aumento
Pero, ¿se trata de un fracaso percibido, a la hora de ajustarse a las
expectativas, y sobre cuáles son los roles a los que los hombres
sienten que deben ajustarse, ¿padres? ¿proveedores? “La sociedad está
sufriendo cambios”, responde O’Connor, “ahora también tienes que ser el
Sr. Metrosexual. Las expectativas son aún más grandes, hay más
oportunidades para que un hombre pueda sentir que fracasa”.
La presión en Asia
La capacidad de percibir las expectativas ajenas, junto a la
catastrófica creencia de no estar cumpliendo con ellas, muestra un
rápido crecimiento en Asia, cuyas tasas de suicidio se han disparado.
Corea del Sur es el país peor parado de la zona; algunos cálculos
aseguran que ya posee la segunda tasa de suicidios más alta del mundo.
Cerca de 40 surcoreanos toman su propia vida cada día, según informes
del 2011. En 2014, una encuesta de la Fundación para la Promoción de la
Salud en Corea, reveló que algo más de la mitad de sus adolescentes
había tenido pensamientos suicidas durante el año previo.
Un psicólogo social de la Universidad Inha de Corea del Sur, el
profesor Uichol Kim, cree que esto puede deberse en gran parte a la
miseria desatada tras el vertiginoso paso del país de la pobreza rural a
la opulencia urbana. Hace sesenta años, el país estaba entre los más
pobres del mundo, asegura, comparando su posguerra con el estado de
Haití tras el terremoto del 2010. En el pasado casi todo el mundo vivía
en comunidades agrícolas, mientras que hoy, el 90% vive en zonas
urbanas.
Este cambio ha hecho añicos los cimientos de una cultura que, durante
2.500 años, había estado profundamente arraigada en el confucianismo,
un sistema de valores que obtiene su sentido de la subsistencia en
pequeñas comunidades agrícolas, frecuentemente aisladas. “La vida giraba
en torno la cooperación y el trabajo en común”, explica Kim. “Por lo
general, se trataba de una cultura basada en compartir, dar y cuidar.
Pero en la ciudad moderna es todo mucho más competitivo, más basado en
la superación de logros”. El significado de éxito personal ha cambiado
para la gran mayoría. “Ahora uno se define según su estatus, su poder o
su riqueza, y esto no forma parte de la tradición cultural”. ¿A qué se
deben estos cambios? “Un estudioso de Confucio, viviendo en una granja
dentro de una aldea, podría ser muy sabio, pero nunca dejaría de ser
pobre”, afirma Kim. “Hemos querido enriquecernos”, y como resultado,
hemos sufrido una especie de amputación del significado personal.
“Hablamos de una cultura sin raíces”.
También se trata de una cultura cuyo camino hacia el éxito está entre
los más exigentes -Corea tiene el horario laboral más prolongado de
entre todas las naciones prósperas de la OCDE– además de ser de los más
estrictos. Si fracasas como adolescente, es fácil sentir que has
fracasado de por vida. “La empresa más respetada de Corea es Samsung”,
afirma Kim. Entre el 80% y el 90% de su plantilla proviene de tres
únicas universidades. “A no ser que consigas acceder a una de ellas, no
podrás conseguir trabajo en ninguna de las principales corporaciones”.
Pero se trata de algo más que la perspectiva de empleo para la
juventud del país. “Si eres un buen estudiante obtendrás el respeto de
tus profesores, de tus padres y de tus amigos. Serás popular, y todos
querrán salir contigo”. La presión para conseguir este nivel de
perfección, no sólo social, puede ser inmensa. “La autoestima, la
consideración social y el estatus, se combinan todos en una única meta”,
asegura. Y “¿qué pasa si no lo consigues?”.
El cambio de la vida agraria a la urbana en
Corea del Sur ha hecho añicos los cimientos de una cultura que, durante
2.500 años, había estado profundamente arraigada en el confucianismo, un
sistema de valores que obtiene su sentido de la subsistencia en
pequeñas comunidades agrícolas, frecuentemente aisladas
"Devaluado como hombre"
Por si fuera poco, además de todo el trabajo a tiempo parcial que
hacía por dinero, y sus estudios, Drummond también realizaba labores de
voluntariado que le quitaban aún más tiempo de estar con su mujer y sus
hijos. Livvy se quejaba de lo mucho que trabajaba, decía sentirse
abandonada. "Estás más interesado por tu carrera que por mí", le
insistía. Y el constante trasiego de las mudanzas de una escuela a otra
tampoco ayudaba.
De la primera aventura se enteró mientras trabajaba de voluntario en
un hospital de King’s Lynn. Una mujer le hizo entrega de un fajo de
papeles: “Son las cartas que tu mujer le ha estado escribiendo a mi
marido”, le espetó. Tenían una alta carga erótica, pero lo peor de todo
fue descubrir lo prendada que Livvy había estado de aquel hombre.
Drummond se fue a casa dispuesto a enfrentarse a su esposa. Livvy no
pudo negarlo. Estaba todo allí, de su propio puño y letra. Se enteró de
todas las escenas que habían tenido lugar en la calle del amante; con
ella conduciendo calle arriba y abajo, frente a su casa, tratando de
verlo. Pero Drummond fue incapaz de dejarla; los niños eran pequeños, y
ella le había prometido no volver a hacerlo. Así que decidió perdonar.
Drummond solía ausentarse los fines de semana para hacer cursos de
formación. Al volver un día a casa descubrió que el coche de Livvy había
sufrido un pinchazo, y que un policía local le había cambiado la rueda.
Aquello, pensó él, había sido muy amable por su parte. Un tiempo más
tarde, su hija de 11 años le contó, cubierta en lágrimas, que había
pillado a su madre en la cama con el policía.
El siguiente amante de Livvy fue un visitador médico. Esta vez llegó a
dejarle, si bien regresó a casa un par de semanas más tarde. Drummond
lidió con ello de la única manera en que sabía hacerlo: resignándose. No
era su estilo venirse abajo, llorar o patalear. No tenía amigos
masculinos cercanos con los que hablar, y aunque lo hubiera hecho, es
poco probable que hubiera dicho nada. No es el tipo de cosas que uno
arde en deseos de contar, que tu mujer anda por ahí poniéndote los
cuernos. Fue entonces cuando Livvy decidió que quería separarse.
Ellos están principalmente motivados para el avance, centrados en ir abriendo paso. Las mujeres se preocupan más por el clima organizativo, por cómo conectan con el resto. Creo que esto puede extrapolarse a facetas más allá del entorno laboral”
Livvy se quedó con la casa y los niños tras el divorcio; el lote
completo. Una vez pagada la manutención no es que quedara gran cosa para
Drummond, pero nadie lo supo en el colegio. Allí seguía siendo el varón
modélico en quien tantos años había invertido: el director de éxito y
el marido con tres hijos en la flor de la vida. Pero aquello no podía
durar. Un día se le acercó un monitor y le preguntó: "¿Es cierto que tu
mujer se ha mudado?".
Para entonces ya estaba viviendo en una gélida habitación de alquiler
en una granja a las afueras de King’s Lynn. Se sentía completamente
devaluado como hombre. Estaba en la ruina y se sentía un fracaso, un
cornudo; muy lejos de lo que todos esperaban de él. Su médico le recetó
unas pastillas. Recuerda estar sentado en aquel lugar, en los humedales,
y darse cuenta de que lo más fácil sería asumir sus pérdidas y acabar
con todo.
Perfil del perfeccionista social
Un perfeccionista social tiene unas expectativas inusualmente altas
de sí mismo. Su autoestima pende peligrosamente de su capacidad para
mantener un nivel, a veces imposible, de éxito. Ante el fracaso,
colapsa.
Aún así, los perfeccionistas sociales no son los únicos en
confundirse con sus objetivos, sus roles o sus aspiraciones. El profesor
Brian Little, de la Universidad de Cambridge, es famoso por sus
investigaciones en “proyectos personales”. Él cree que si nos
identificamos tan estrechamente con ellos, es porque los acabamos
integrando en nuestra propia concepción del yo. “Sois vuestros proyectos
personales”, como solía repetirles a sus estudiantes, en Harvard.
Según Little, existen diferentes tipos de proyecto, con diferentes
cargas de valor. Pasear al perro no es menos proyecto personal que
llegar a director en un bonito pueblo, o convertirse en un buen padre o
un buen marido. Sorprendentemente, se cree que lo significativo
de nuestros proyectos no influye tanto sobre nuestro bienestar. Lo que
marca la verdadera diferencia sobre nuestra felicidad es si estos
proyectos son o no realizables.
¿Qué es lo que ocurre cuando nuestros proyectos personales empiezan a
desmoronarse? ¿Cómo hacemos para afrontarlo? ¿Existe una diferencia de
género que explique por qué tantos hombres deciden acabar con sus vidas?
Sí, existe. Se supone que, por lo general, un hombre, en su propio
perjuicio, encuentra difícil hablar de sus dilemas emocionales. Y lo
mismo ocurre cuando se trata de hablar de proyectos si estos empiezan a
tambalearse. En su libro Yo, yo mismo y nosotros, Little
escribe: “Las mujeres obtienen provecho de dar visibilidad a sus
proyectos y a los retos que afrontan en su búsqueda, mientras que un
hombre prefiere reservarse esos problemas para sí mismo”.
Little también descubrió, como parte de un estudio sobre individuos
en altos cargos directivos, otra diferencia relevante entre géneros. “No
ofrecer resistencia a la corriente es una importante característica
diferenciadora en los hombres”, nos cuenta. “Ellos están principalmente
motivados para el avance, centrados en ir abriendo paso. Las mujeres se
preocupan más por el clima organizativo, por cómo conectan con el resto.
Creo que esto puede extrapolarse a facetas más allá del entorno
laboral. No pretendo perpetuar estereotipos, pero los datos son lo
suficientemente claros”.
Esta teoría encontró el apoyo de un informe muy influyente, publicado
en el año 2000 por el equipo de Shelley Taylor, catedrática de la UCLA,
que trataba sobre las respuestas bioconductuales al estrés.
Descubrieron que mientras los hombres tienden a mostrar una filosofía de
pelea o sal corriendo, las mujeres son más propensas a servir y relacionarse.
“Aunque una mujer pueda considerar muy seriamente el suicidio”, asegura
Little, “dada su conectividad social, es probable que también piense,
‘Por Dios, ¿Qué será de mis hijos? ¿Qué pensará mi madre?’ así que hay
una cierta resistencia a llevar el acto a cabo”. En el caso masculino,
la muerte podría entenderse como el salir corriendo definitivo.
Esta forma letal de huida requiere determinación. El doctor Thomas
Joiner, de la Universidad Estatal de Florida, ha centrado sus estudios
en las diferencias entre los que barajan el suicidio y los que realmente
actúan sobre su deseo de muerte. “No puede actuarse sin antes vencer el
miedo a la muerte”, afirma. “Y creo que esto es lo que marca la
verdadera diferencia entre géneros”. Joiner nos habla de su vasta
colección de vídeos de cámaras de seguridad y policiales, mostrando
gente “con un deseo desesperado de quitarse la vida y que, en el último
momento, vacilan por miedo. Es este momento de duda el que salva sus
vidas”. ¿Significa esto que los hombres son menos propensos a flaquear?
“Exacto”.
Un perfeccionista social tiene unas expectativas
inusualmente altas de sí mismo. Su autoestima pende peligrosamente de
su capacidad para mantener un nivel, a veces imposible, de éxito. Ante
el fracaso, colapsa
Tampoco deja de ser cierto que, en la mayoría de países occidentales, las mujeres intentan
suicidarse con más frecuencia que los hombres. Si los hombres mueren
más, se debe en gran parte al método escogido. Mientras que los hombres
optan por las armas o el ahorcamiento, las mujeres prefieren utilizar
pastillas. Martin Seager, psicólogo clínico y asesor de los Samaritanos,
cree que esto demuestra que los hombres albergan una mayor intención
suicida. “El método escogido refleja su psicología”, asegura. Por su
parte, Daniel Freeman, del departamento de psiquiatría de la Universidad
de Oxford, apunta a un estudio con 4.415 pacientes que pasaron por el
hospital tras un intento de suicidio, y que revela una mayor intención
en hombres que en mujeres. Aún así la hipótesis sigue fundamentalmente
sin investigar. “No creo que se haya demostrado de forma definitiva,”
dice. “Pero también es cierto que sería increíblemente complicado de
probar”.
La cuestión de la intención también sigue en el aire para O’Connor.
“No estoy al tanto de ningún estudio decente sobre el tema porque
tratarlo sería realmente complicado”, asegura. Pero para Seager la cosa
está clara. “Los hombres consideran el suicidio una forma de ejecución”,
afirma. “Un hombre se expulsa a sí mismo del mundo. Hablamos de una
enorme sensación de vergüenza y fracaso. El género masculino se siente
responsable de proveer y proteger a los demás, además de responsable de
su propio éxito. Cuando una mujer pierde su empleo es doloroso, pero no
pierde su sentido de la identidad, ni su feminidad. Cuando un hombre
pierde su trabajo siente que ya no es un hombre”.
Esta es una idea que comparte el profesor Roy Baumeister, un célebre
psicólogo cuya teoría del suicidio como ‘escape del yo’ ha tenido una
gran influencia sobre O’Connor. Según Baumeister, “un hombre incapaz de
proveer a su familia no puede considerarse, de alguna forma, ya un
hombre. Mientras que una mujer nunca deja de serlo, la hombría sí puede
perderse”.
Suicidio por vergüenza
En China no es inusual que un funcionario corrupto se suicide, en
parte para que sus familias puedan disfrutar del botín adquirido de
forma indebida, pero también para ahorrarse la vergüenza y la cárcel. El
expresidente de Corea del Sur, Roh Moo-hyun, lo hizo en 2009, tras ser
acusado de aceptar sobornos. Uichol Kim dice que, desde el punto de
vista de Roh, “se suicidaba para salvar a su esposa e hijo. La única
manera [pensó] de detener la investigación era matarse a sí mismo”.
Kim aclara que la vergüenza no suele ser un factor de peso en los
suicidios en Corea del Sur, si bien puede serlo en otros países. Chikako
Ozawa-de Silva, antropóloga en el Emory College de Atlanta, nos cuenta
que en Japón, “la idea es que al suicidarse, un individuo restablece el
honor de su familia y salva al resto de la vergüenza”.
“El valor dado a otras personas se convierte entonces en una carga
adicional”, explica Kim. La vergüenza individual puede filtrarse y
mancillar al entorno. Bajo la antigua ley confuciana, serían ejecutadas
hasta tres generaciones de los familiares de un criminal.
Tanto en japonés como en coreano las palabras ‘ser humano’ significan
‘humano entre’. El sentimiento de individualidad es mucho más laxo en
Asia que en occidente, y más absorbente. Se expande hasta incluir los
grupos de los que uno forma parte. Esto implica un profundo sentimiento
de responsabilidad hacia los demás que resuena profundamente en aquellos
con tendencias suicidas.
No se trata de lo que uno espera de sí mismo sino de lo que cree que piensan los demás. Que ha decepcionado a otros, que ha fracasado como padre, como hermano, o lo que sea”
La concepción de uno mismo, en Japón, está muy íntimamente vinculada a
su función. Según Ozawa-de Silva, es habitual que la gente se presente
antes por su título que por su nombre. “En lugar de decir, ‘Hola, me
llamo David’, en Japón dirán, ‘Hola, soy el David de Sony”, asegura.
Esto ocurre “incluso al relacionarse en entornos informales”. En tiempos
adversos, este impulso japonés de llevar el rol profesional al terreno
personal puede resultar especialmente letal. “Llevan años, incluso
siglos, glorificando el suicidio, probablemente desde los Samurái”. Como
la gente tiende a ver su empresa como si de su familia se tratara, “un
director general dirá, ‘me hago cargo de la responsabilidad de la
empresa’ y se quitará la vida, y lo más probable es que los medios vean
esto como un acto honorable”, asegura Ozawa-de Silva. En Japón, noveno
país mundial en el ranking de suicidios, se estima que dos terceras
partes de los suicidios acontecidos en el 2007 fueron masculinos. “En
las sociedades patriarcales lo normal es que la responsabilidad la asuma
el padre”.
El extraño caso chino
China ha pasado de tener una de las tasas de suicidio más alta del
mundo, en 1990, a una de las más bajas. El año pasado, un equipo a cargo
de Paul Yip, en el Centro de Investigación y Prevención del Suicidio de
la Universidad de Hong Kong, descubrió que la tasa de suicidio había
descendido del 23,2 por cada 100.000 personas a finales de 1990 al 9,8
por 100.000 en el 2009-11. Esta asombrosa caída del 58 por ciento se
produce en un momento de grandes desplazamientos desde el campo a la
ciudad, del mismo tipo que en el pasado reciente de Corea del Sur. Y,
sin embargo, parece que con el efecto contrario. ¿Cómo puede ser?
Kim cree que China está viviendo una especie de “tregua” achacable a
la ola de esperanza que siente la gente al encaminarse hacia una nueva
vida. “Los suicidios aumentarán, sin duda”, asegura, señalando que Corea
del Sur vivió descensos similares entre los setenta y los ochenta,
cuando su economía estaba en rápida expansión. “La gente cree que será
más feliz cuanto más rica, y concentrados en sus metas no piensan en
suicidarse. Pero es distinto cuando alcanzas tus metas y no encuentras
lo que esperas”.
De hecho, la esperanza en lugares desesperados puede resultar
peliaguda, tal y como descubrió Rory O’Connor en Glasgow. “Formulamos la
siguiente pregunta: ¿Encuentras siempre beneficioso tener una visión
optimista del futuro? Nuestra intuición nos hacía pensar que sí”. Pero
al observar los “pensamientos futuros intrapersonales”, aquellos que no
consideran otra cosa más que el yo, como “quiero ser feliz” o “quiero
estar bien”, el equipo volvió a sorprenderse. O’Connor evaluó en el
hospital a 388 personas que habían intentado acabar con sus vidas, para
después llevar a cabo un seguimiento de reincidencias los siguientes 15
meses. “Los estudios previos habían revelado una menor tasa de
fascinación suicida en aquellos con niveles altos de pensamientos
intrapersonales futuros”, nos cuenta. “Descubrimos que el mejor
predictor de intentos futuros era el comportamiento pasado –nada del
otro mundo- pero también esta cosa del pensamiento intrapersonal futuro.
Y no en la dirección que hubiéramos pensado”. Resultó que la gente con
mayor tendencia a este tipo esperanzador de pensamiento personal era más
propensa a intentar suicidarse de nuevo. “Estos pensamientos pueden ser
positivos en tiempos de crisis”, dice. “Pero, ¿Qué ocurre con el
tiempo, una vez te das cuenta de que nunca vas a alcanzarlos?”.
Algo que Asia y Occidente sí tienen en común es la relación entre los
roles de género y el suicidio. Pero claro, es que los estereotipos
occidentales sobre la masculinidad son mucho más progresistas, ¿no es
cierto?
Se cree que lo significativo de nuestros
proyectos no influye tanto sobre nuestro bienestar. Lo que marca la
verdadera diferencia sobre nuestra felicidad es si estos proyectos son o
no realizables
En 2014, el psicólogo clínico Martin Seager y su equipo decidieron
poner a prueba la definición cultural de lo que entendemos por ser
hombre o mujer. Se sirvieron de una serie de preguntas cuidadosamente
pensadas para hombres y mujeres reclutados a través de una selección de
webs norteamericanas y británicas. Lo que descubrieron sugiere, que para
los tiempos que corren, las expectativas que albergan ambos sexos en
cuanto al concepto de hombre, siguen ancladas en los años 50. “El primer
requisito es ser un luchador, un triunfador”, explica Seager. “El
segundo es el deber de proteger y proveer, y el tercero mantener la
compostura y el control en todo momento. Si incumples cualquiera de
estos requisitos es que no eres un hombre”. Ni que decir tiene que
además, un ‘hombre de verdad’ no debe dar nunca muestras de debilidad.
“Un hombre que pide ayuda será siempre objeto de burla”, asegura. Las
conclusiones de este estudio reflejan, de forma notable, lo que O’Connor
y sus colegas venían diciendo sobre el suicidio masculino desde su
informe para los Samaritanos en el 2012: “Un hombre se mide a sí mismo
contra un ideal masculino que premia el poder, el control y la
invulnerabilidad. Cuando un hombre siente que no se ajusta a este ideal,
llega la vergüenza y el sentimiento de derrota”.
Metrosexuales
En Occidente, a veces tenemos la sensación de que en algún momento, a
mediados de los ochenta, decidimos que los hombres eran algo
abominable. La lucha por la igualdad de derechos y la seguridad sexual
de las mujeres, ha dado como resultado décadas de percepción del hombre
como un abusador, violento y privilegiado. Las versiones modernas del
hombre, surgidas en oposición a estas críticas, no son más que criaturas
risibles: el vanidoso metrosexual; el marido inútil que no sabe operar
un lavavajillas. Entendemos, como género, que ya no se nos permite
mantener la expectativa de control, de liderazgo, de pelea, de
soportarlo todo con calma y resignación, de perseguir nuestras metas con
tal determinación que no deje tiempo para amigos ni familia. Estas
aspiraciones son ahora motivo de vergüenza sin razón aparente. Pero,
¿qué podemos hacer? Nuestra definición de éxito no ha cambiado, a pesar
de los avances sociales, como tampoco lo ha hecho lo que entendemos por
fracaso. ¿Cómo haremos para desmontar los impulsos de nuestra propia
biología o los imperativos culturales, reforzados por ambos sexos desde
el Pleistoceno?
Mientras hablamos, le confieso a O’Connor que hace tiempo, quizás
diez años, yo mismo le pedí antidepresivos a mi médico, temeroso de que
me diera por hacer una tontería, y salí de consulta con la receta: “Vete
al bar y diviértete un poco”.
“¡Por Dios!” dice, frotándose los ojos con incredulidad. “¿Y eso
ocurrió hace tan sólo diez años?”. “Es cierto que a veces pienso que
debería estar medicado”, le digo. “Y me avergüenza decirlo, pero me
preocupa bastante lo que mi mujer pudiera pensar”. “¿Lo has hablado con
ella?”, pregunta.
Por un momento siento tal vergüenza que no puedo articular palabra.
“No”, contesto. “Y me tenía por alguien que se sentiría cómodo al
charlar de estas cosas, pero ha sido aquí, hablando, que he caído en la
cuenta. La típica mierda masculina”.
“¿Pero es que no lo entiendes? No es ninguna mierda”, dice. “¡Ese es
justo el problema! En la narrativa actual se dice que ‘los hombres son
una mierda’, ¿verdad? Pero eso es una gilipollez. No hay manera de
cambiar a los hombres. Se les puede tunear, no me malinterpretes, pero
es la sociedad la que tiene que plantearse, ‘¿A qué servicios, que
nosotros podamos ofertar, estarían ellos dispuestos a acudir? ¿Qué ayuda
podemos ofrecerles para cuando se sientan angustiados?”
Entonces me habla de una amiga suya que se mató en 2008. “Aquello
tuvo un impacto enorme sobre mí”, me dice. “No podía dejar de
preguntarme, ‘¿Cómo es posible que no te hayas dado cuenta? Por Dios,
llevas años dedicado a esto’. Me sentía un fracaso. Le había fallado a
ella y a todo su entorno”.
Esto, a mí, no hace más que recordarme al perfeccionismo social. “Ah,
claro. Es que yo soy un perfeccionista social”, asegura. “Soy
hipersensible a las críticas sociales, aunque se me da bien ocultarlo.
Tengo una desproporcionada necesidad de complacer y soy muy propenso a
creer que he fallado a los demás”.
Otro de sus factores de riesgo es la melancolía obsesiva, los bucles
cerrados de pensamiento. “Soy un perfeccionista social y un melancólico
obsesivo, sí, sin lugar a dudas”, asegura. “Cuando te vayas me pasaré el
día entero, y luego la noche, rumiando, ‘vaya, no puedo creer que haya
dicho eso’. Me voy a matar...“, hace una pausa, y corrige, “me voy a
castigar mucho con esto”.
La relación entre perfeccionismo social y tendencias suicidas está presente en todas las poblaciones con las que hemos trabajado, tanto entre los desfavorecidos como entre los ricos"
Le pregunto si él se considera en riesgo de suicidio. “No metería la
mano en el fuego”, dice. “Creo que a todo el mundo se le pasa por la
cabeza en algún momento. Bueno, no a todo el mundo, pero está demostrado
que sí a mucha gente. Nunca he estado deprimido o mostrado tendencias
suicidas, gracias a Dios”.
Voluntarios
De vuelta en su gélido cuarto, en una granja en los humedales de
Norfolk, Drummond sigue sentado con sus pastillas y sus ansías de
tomárselas. Lo que salvó su vida fue la curiosa coincidencia de haber
sido voluntario en los Samaritanos. Un día fue allí no a escuchar, como
hacía habitualmente, si no a hablar durante horas. “Sé por propia
experiencia que hay un montón de gente que debe sus vidas a lo que allí
se hace”, nos cuenta.
Drummond ha vuelto a casarse y sus hijos han crecido. Han pasado 30
años desde aquella ruptura. Incluso ahora, todavía le resulta doloroso
hablar del tema, así que no lo hace. “Supongo que uno hace por
enterrarlo, ¿no?”, dice. “Se espera que lo afrontes como un hombre, y no
lo hables con nadie. Eso no se hace”.
Este artículo se publicó por primera vez en Mosaic y se publica de nuevo aquí con una licencia de Creative Commons.
Los Samaritanos están
disponibles 24 horas al día, 365 días al año, en el Reino Unido e
Irlanda, para escuchar y ofrecer su apoyo confidencial con cualquier
problema que pudiera afectarte. Puedes hablar con ellos en el teléfono
08457 909090, vía email: jo@samaritans.org, o bien en su oficina local más cercana. Si estás interesado en hacerte voluntario puedes hacerlo aquí.
Aquellos que residan fuera del Reino Unido e Irlanda pueden buscar la ayuda de Befrienders Worldwide.
Autor: Will Storr
Editor: Mun-Keat Looi
Verificación de datos: Lowri Daniels
Corrección de estilo: Tom Freeman
Arte: Damien Tran
Dirección de arte: Peta Bell
Traductor: Diego Zaitegui